No obstante lo cual, dichas concesiones sobresalen como hitos en el espacio público y, a falta de mayores y mejores indagaciones sobre novelística local o patria, uno se ve tentado a prestarles demasiada atención, alimentando, por tanto, el círculo vicioso. Así ocurrió con la execrable Madrid: frontera, con la desleída Rendición o con la irritante Vs., y así sucede de nuevo con la última novela del muy laureado, aquí y allende las fronteras, Víctor del Árbol: La víspera de casi todo.
Es por ello legítimo, como ya he señalado, que se me acuse de fomentar el vicio del que acuso a la industria cultural. En mi descargo sólo puedo aducir que eso es cierto hasta el momento en que compro la novela. A partir de entonces, se somete, como cualquier otra, sin consideración de honores o jerarquías, a mi juicio de lector. No obstante, y como en parte me considero culpable de lo que execro, solo puedo encomendarme a la buena fe que me ha animado hasta ahora.
A lo largo de este blog he manifestado mi convicción de que es más sencillo reseñar una novela que considero mala que una buena. Al hablar de una buena, parece que acuden a la mente solo frases banales, elogios de escritor a sueldo o frases de suplemento cultural venido a menos. Sin embargo, quizá como excepción, justo lo contrario me ha suscitado la lectura de La víspera de casi todo.
Es tan mala que cuesta trabajo tomarla en serio, y más trabajo aún cuesta escribir una reseña que no sea un mero un listado de citas deplorables. Pero un premio es un premio, aunque sea el Nadal, y además Víctor del Árbol se ha ganado, al parecer, gran prestigio en Francia, que por algo será. Ya se sabe que Francia tiene glamour y España, chorizos y mala hostia. Así que cierta obligación me impongo por los lectores de este blog, pero hasta la página 133, en la que he decidido plantarme de manera irrevocable.
Vamos a ello, pues, con algunas observaciones que imagino que podrán extrapolarse al conjunto de la novela.
La escena de la pistola en la boca
Es posible, no digo que no, que todas las personas poseedoras de armas de fuego se hayan puesto alguna vez el cañón en la boca. Sobre todo, cuando pasaban por malos momentos y, especialmente, los policías (en cualquier versión). Uno tiene la impresión de que ya sea en el cine o en la literatura, si un policía no está amargado, atormentado o desesperado por las injusticias de la vida, por los pecados de su pasado y por la corrupción del sistema, no es un policía creíble. Ello conduce, como conclusión inevitable, a que esté tentado de suicidarse un par de veces al mes. De ahí la famosa escena del me pongo el cañón del arma reglamentaria en la boca porque me siento muy mal y quiero acabar con todo pero al final, uy que momento de tensión que se corta con un cuchillo, la retiro porque, al fin y al cabo, tengo cosas pendientes. La particularidad de Germinal Ibarra, el personaje policía consiste en que lo hace todas las noches. Pues muy bien, si el autor lo dice...
Contiene la respiración, aprieta los párpados, busca con el índice el gatillo. Presiona -nunca lo suficiente- y retrocede, en una macabra danza que le destroza los nervios. "¡Hazlo de una puta vez!", grita dentro de su cabeza. Y, sin embargo, también esta noche lo vence la imposibilidad. Deja caer la pistola entre las piernas con un grito mudo. Una desesperación sin final. "Cobarde, eres un maldito cobarde".
Que es muy posible que muchos policías se hayan suicidado con su pistola, que otros tantos hayan protagonizado momentos parecidos al citado, pero como escena literaria (o fílmica) no es sino un TOPICAZO mil veces repetido. Por no hablar ahora de los recursos estilísticos ("grito mudo").
Esos diálogos imposibles
Víctor del Árbol tiene dotes para la verborrea, de eso no puede dudarse ni por un momento. Es posible, no he leído sus anteriores novelas (aclamadas por la crítica especializada, según parece, y seguido por numerosos lectores), que toda esa energía la haya canalizado de tal modo que hubiera conseguido crear anteriormente novelas con estilo propio, incluso dignas de aprecio. En el caso que nos ocupa, rotundamente no. Por ejemplo, los diálogos: tan poco creíbles, tan poco naturales en boca de sus personajes que uno debe leerlos de derecha a izquierda y de abajo arriba para confirmar que les pertenecen. Y ni aún así.
Primer ejemplo: el diálogo que mantiene Germinal con una prostituta. Atención, porque antes el autor ha descrito así a las profesionales del sexo: "Las mujeres de aquel antro parecen lo que son: fantasmas de carnes magras pintarrajeadas de un modo ridículo y triste". Escoge a una llamada Ave del Paraíso y, tras una sesión masturbatoria protagonizada por esta mujer, ven por la tele que han disparado a una persona y están recogiendo su cuerpo. En su vestimenta hay un libro de poesía (págs 29 y 30):
-Como si los muertos no tuviesen derecho a leer -murmura Ibarra.
-No deberían mover el cuerpo de esa manera. Sin delicadeza -musita Ave del Paraíso, que ha aparecido vestida y secándose el cabello con una toalla. Los ojos, de nuevo preparados para la guerra, resbalan sobre las imágenes con emoción escrutadora.
-Le han disparado un calibre de nueve milímetros a bocajarro en la nuca. ¿Qué más da cómo lo muevan? Estaba muerto antes de caer al suelo.
Ave del Paraíso observa el rostro del inspector, el pelo tachonado de canas, la sombra de barba alrededor de la boca, los pómulos prominentes. Tiene unos bonitos ojos azules. Lástima que sean tan duros al mirar.
-¿No te interesa quién era ese hombre, su historia?
Ibarra se rasca el mentón con la uña del pulgar, observando las imágenes del televisor como algo ajeno a él.
-Todos tenemos nuestra historia, pero esencialmente me ciño a lo más razonable para resolver el caso. Luego procuro olvidarme.
Ella sonríe como lo hacen ciertos animales nocturnos, con cautela.
-"Razonable"; una palabra que no implica demasiado compromiso.
-Pero implica experiencia -dice Ibarra. -Le han disparado y está muerto. Eso es lo que cuenta -afirma con la lógica incompleta de la causa y el efecto. Aunque no es su intención, resulta desagradablemente cínico. Ave del Paraíso lo escruta con un punto de suspicacia.
-No te cae muy bien la especie humana, ¿verdad?
Ibarra se encoge de hombros. Piensa en Carmela y en sus clases de yoga.
-Oye, seguro que hay alguien esperando a que vayas a cogerle la mano y le des consuelo.
Aparte de la manía tan común de no dejar nada a la imaginación al lector ("lo escruta con suspicacia", "resulta desagradablemente cínico") y de las comparaciones confusas ("sonríe como lo hacen ciertos animales nocturnos"), el diálogo resulta poco creíble, impostado, mero intercambio de palabras sin hálito vital. Germinal Ibarra igual podría haber estado hablando con una monja o con el cartero. En todo caso, personajes sin sustancia.
Pero casi una cumbre en el género del diálogo increíble es el de la pág. 65. Una de las protagonistas aparece en el hospital en muy mal estado, como si le hubieran dado una paliza. Cuando recupera la consciencia pide ver a Germinal.
-¿Qué te ha pasado? -le pregunta, tratando de apartar de su cabeza aquella mañana de hace tres años, que lo atormenta desde entonces. Eva Malher inspira con fuerza y parpadea; al hacerlo, atrapa un instante que flotaba en su pupila.
-Durante un tiempo soñé que podría ser otra, que podría empezar de nuevo. Conduje hasta donde el mundo termina, cambié de nombre y de color de pelo. Pero no valió de nada. Daba igual llamarse Eva, Elvira o Paola, o tener el pelo rojizo o negro. Mi naturaleza se había agazapado dentro de esa invención mía esperando el momento de volver. Y mi sueño se acabó.
Ibarra la contempla detenidamente.
-Los sueños solo sirven para despertar de ellos -le dice finalmente.
Eva asiente y le estrecha débilmente la mano. Se mueve en la cama. Quiere incorporarse y él la ayuda. Coloca los almohadones en su nuca. Le aparta un mechón de cabello en la frente.
-Tratamos de huir de nuestro destino sin darnos cuenta de que nos dirigimos hacia él -concluye ella.
De verdad, la filosofía de baratillo es algo que debería estar prohibido, pero no por los talleres de escritura que abundan por ahí y con el que se ganan un honrado dinero escritores de segunda fila, sino por el Ministerio de Sanidad. Lo que deberían saber todos estos novelistas que creen escribir cuando no hacen más que repetir lo ya repetido es que salvo que quieran dar a entender que un personaje es un mentecato o un simple, el poner en su boca topicazos o, lo que es lo mismo, sentencias grandilocuentes no hace más que hacerlos poco creíbles, huecos, vacíos, meras sombras y desesperar, por ende, al lector. Y no hablemos de esos ramalazos de soy escritor y que se note, como el "atrapa un instante que flotaba en su pupila". Dios mío.
Más adelante, página 91, se entabla este diálogo entre dos jóvenes de Costa da Morte:
Con una pereza inventada -pues, en el fondo, verla era como recuperar una mitad de sí mismo-, Daniel abrió el pestillo.
-¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Ella puso teatralmente los ojos en blanco.
-Desde que Noé empezó a construir el arca. Pensé que nunca aparecerías.
-No me encuentro muy bien.
-No te veo a las puertas de la muerte -se burló Martina. Ella era la única que lo trataba como alguien normal. Tanto, que a veces Daniel tenía que recordarle que no lo era.
-Hace una semana que no duermo. -Tuvo que abrir un poco más la ventana para que ella lo observara bien.
Martina le dedicó una mirada despectiva.
-En la antigua Esparta te hubiesen abandonado a la intemperie nada más nacer.
Normalmente, la ferocidad de Martina no impresionaba a Daniel. Pero, a veces, incluso él se asustaba de su desprecio hacia todo y hacia todos.
-Por suerte para mí, ya no estamos en la vieja Esparta.
Es difícil encontrar diálogos más tediosos. Hay otros, como entre estos mismos ¿personajes? en las páginas 105 y 106, o el de Germinal con una doctora, páginas 126-129. Pero ya creo que les habrá quedado claro que de estos diálogos no sale uno indemne.
El estilo, tal y como el autor lo entiende
En esta novela, Víctor del Árbol, como ya he apuntado, no hace más que soltarnos perlas estilísticas, escenas-tópico, diálogos-tópico, todo falso y vacuo, y sin descanso. Hay momentos en que hace rechinar los dientes de la cursilería o del empalago. Y eso que estamos ante una novela que comienza con una muerte (más bien, dos). Una novela "negra como la tinta", que diría David Llorente. Es difícil mantener la compostura como lector y aún menos como reseñador. Parafraseando a Benjamin, uno se encuentra en "un lugar imposible".
Página 42:
La boca era hermosa cuando permanecía estática, pero perturbadora cuando gesticulaba, al borde de un chasquido triste. Los pómulos, pronunciados y arrogantes, casi masculinos, contribuían a la dureza de sus ojos, ni muy grandes ni muy pequeños, de un color oscuro que se acercaba al de los botones de un peluche y que, a veces, no muy a menudo, brillaban como el cuarzo. En esos ojos cabían todas las metáforas pero ninguna se les acercaba; eran laberínticos, una red de trampas que impedía a los demás saber qué pensaba.
Así que Vds. sabrán si hemos ganado en claridad (es una descripción de un personaje central) con lo de "al borde de un chasquido triste", los ojos "ni muy grandes ni muy pequeños", o sea, medianos o normales, en los que "cabían todas las metáforas": es decir, metáforas profundas y superficiales, poéticas y prosaicas, espirituales y groseras, inteligentes y simplonas. Todas las metáforas, PERO TODAS. Además, "Una red de trampas". Tanta palabra, tanta metáfora y nos quedamos, nosotros sí, en medio de un laberinto banal hecho a base de verborrea mediocre y lirismo de rebajas de verano.
Venga, más de ojos, página 59:
-Y ¿qué fotografía? -preguntó Daniel, interviniendo de repente en la conversación. Sus ojos eran como las bolas de un adivino que conoce el pasado, el presente y el futuro. Aquella mirada crujió como una caña que se quiebra en la mente de Paola que, incomodada, apartó la vista.
No sé qué deja más perplejo, esos ojos omniscientes de adivino a tiempo completo o "la caña que se quiebra en la mente". Es que uno se queda transido de impotencia, entre frustrado y desalentado, por ser incapaz de imaginarse, qué digo, por ser incapaz de comprender qué pretende el escritor transmitirnos con sus arabescos verbales, que vedan, ese es el problema, cualquier representación humana.
Sigo un poco más, pero me limito a poner en cursiva lo que me ha desagradado, en ocasiones profundamente.
Página 70, descripción de la hija de Paola/Eva Malher:
Amanda hacía pensar al hombrecillo en cierta fotografía de Audrey Hepburn que llevaba encima el día que Ibarra lo detuvo. Una fotografía de Dennis Stock para Magnum Photos en la que ella aparece dentro de un vehículo, con el antebrazo apoyado en la ventanilla y la cabeza recostada, contemplando algo hacia abajo. Amanda era una niña llena de sueños, en cierto modo un anticipo de la Hepburn que hubiera podido llegar a ser un día. Esos sueños aleteaban entre sus pestañas, atrapados e impacientes por hacerse realidad. La niña hablaba moviendo las manos como aspas de un molino mientras su madre asentía un poco ruborizada, como si el entusiasmo de su hija la incomodase, tanto como la entusiasmaba.
Página 99:
La marcha de Oliverio supuso muchas otras cosas. La Pecosa redobló los esfuerzos, abusaba de ella misma de un modo temerario, cumplía horas extras y dobles turnos, y seguía gastando el dinero que, apenas entraba, se iba en cordones de soldadura que no soldaban más que su propio infierno. A veces, se encerraba en el cuartucho del sótano que hacía las veces de dormitorio, y Mauricio la oía llorar. El llanto de la Pecosa era tenaz, gris, hermoso y temible. Invencible.
Página 110:
-¿En qué puedo ayudarle? -Su voz era limpia, digna pero ya en desuso, una voz impostada en la que seguramente nadie creería cuando contase las historias que, sin duda, había vivido la dama. A pesar de ello, algo en su expresión hablaba de un sufrimiento que no había sido vencido, que seguía ahí, detrás de su bonita blusa floreada, de sus labios levemente pintados, de su permanente, conservadoramente elegante. Pero, de alguna manera, ese sufrimiento no la había destruido.
Mauricio se descubrió la cabeza y le tendió la mano. Ella la estrechó sin emoción ni disgusto.
-Me llamo Mauricio Luján. Llamé hace un rato para anunciarle mi visita. Quería hablar con don Horacio.
A la mujer no le pasó por el alto el cuidado del anciano al dejar las palabras dobladas y cuidadosamente depositadas en el aire, con un respeto litúrgico.
Página 117:
El anciano pagó el ramo sin aceptar el cambio de vuelta. Ella le dio las gracias y aún retocó un poco el papel que lo envolvía con expresión de niña insatisfecha. Debía de ser perfeccionista.
Y no crean que he tenido que rebuscar. Las tonterías como las anteriores no solo abundan, es que saltan al encuentro de uno como avispas enloquecidas, una vez tras otra: un desastre estilístico, un naufragio artístico. Disculparán, en todo caso, la profusión de citas, pero creo que venían al caso. Explican, en gran medida mi renuncia a seguir leyendo.
En fin, supongo que detrás de todo este palabrerío insano hay una historia. En algún momento, es de esperar, la multiplicidad de personajes y de narraciones quedará ensamblada, piezas de un puzzle ya tal, nos sorprenderá un final inesperado o truculento y, pimpampum, a otra cosa. El caso es que, sin estilo, o con ese estilo, digamos, de cartón piedra y aglomerado, no hay historia que se sostenga, no hay proyecto literario válido. En definitiva, un gran fracaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario