miércoles, 26 de julio de 2017

'Rey de Picas', de Joyce Carol Oates

A este paso, público lector, acabaré reconociendo que las reseñas que me producen mayor satisfacción son aquellas en las que más me extiendo sobre mis gustos y manías particulares, en vez de la novela en sí. Otro asunto es que ustedes, lectores, coincidan conmigo. Pero eso ya lo decidirán, si es posible, en público y con aspavientos que no dejen lugar a la duda. Así, por ejemplo, leer a Val McDermid, anteriormente a Jim Thompson y ahora a Joyce Carol Oates, produce sensaciones e impresiones bien distintas aunque, aparentemente, todos sean escritores, al menos a tiempo parcial y con contrato en diferido, de novela negra. Aquí entraríamos de nuevo en el espinoso asunto de los géneros, su definición y delimitación. Ni siquiera en todas las novelas hay cadáveres, como en Hijo de la ira (bien es cierto que se muere un bebé, aunque accidentalmente). ¿Es novela negra Hijo de la ira? ¿Sí? ¿No? ¿Nunca lo fue y soy un ignorante? ¿Nos importa un comino, a fin de cuentas? 

En todo caso, en Literatura, lo que importa no es el género de la novela, precisamente, sino otras cosas, como el placer que nos produce la lectura, la sensación de encontrarnos con algo singular, extraordinario, que parece hablarnos a nosotros personalmente, también la fuerza y la belleza del estilo de la escritura en sus casi infinitas manifestaciones o la inteligencia, el ingenio y la sensibilidad en el desarrollo del argumento de la novela y en el despliegue de la trama. Esas obras que, al mirar atrás, siguen brillando en la bruma equívoca de los recuerdos. Esas novelas que exploran regiones antes desconocidas para nosotros, que ponen palabras a intuiciones apenas formadas, a sentimientos turbios, a veces enigmáticos, que estaban aún por descifrar, esos acontecimientos humanos que parece que ya no se pueden nombrar de otra manera, esos personajes en los que cuaja, valga la paradoja, la realidad, pese a no ser reales. Ese mundo ficticio autocontenido, autorreferencial que, sin embargo, y es otra paradoja, se crea a base de referencias a la realidad, como bien señala Eagleton.

Y, bueno, sirva lo anterior para presentar la reseña de Rey de Picas, de Joyce Carol Oates. 






Rey de Picas es, a mi entender, y creo que soy original en este punto, una sátira de la novela negra y del escritor de misterio norteamericano, a más señas y en la tipología sociológica anglosajona, hombre y blanco (y protestante, vamos, lo que suele resumirse por WASP). Además, toma como modelo las novelas de Stephen King, no tanto en su elementos fantasmagóricos y sobrenaturales como en su tendencia a presentar como protagonista de sus novelas a un trasunto de él mismo y en ciertos rasgos estilísticos, como ese recurso a la cursiva un tanto desmedido. No soy un admirador incondicional de King, pero me vienen a la memoria, por ejemplo, Un saco de huesos o, claro, El resplandor. Que no sea fan de King no significa que lo desprecie o algo parecido. Me parece un escritor extraordinario. Sencillamente, nunca tuve ánimo para seguir el paso casi vertiginoso de su producción. Su Mientras escribo me parece, por cierto, muy interesante. La reflexión que allí hace sobre la génesis y proceso de su escritura me resulta más reveladora y sugerente que, por ejemplo, el De qué hablo cuando hablo de escribir, de Murakami, por hablar de otro autor famoso-superventas.

Joyce Carol Oates es mujer, lo que en este caso no es baladí: aprovecha la novela para cargar contra los clichés, no solo literarios, de la novela negra en su país. Así, el personaje principal y narrador de la historia, Andrew J. Rush, es el escritor norteamericano de éxito (aunque no tanto como Stephen King), satisfecho de sí mismo y de lo que ha conseguido, con su vida aplacible y su familia al uso. Su némesis está representada por una mujer entrada en años, C. W. Haider, al parecer bastante desquiciada, que se dedica a demandar a todos los escritores famosos como al mismo Stephen King, o a John Updike y otros, por haber plagiado, cuando no robado directamente, colándose en casa, su propia obra. Por lo que se cuenta, esta mujer intentó desarrollar una carrera literaria propia, pero, aunque sigue escribiendo, jamás alcanzó éxito alguno. Es evidente que la vieja está chalada, pero a medida que el protagonista comienza a indagar en la vida de esta mujer, las cosas comienzan a no estar tan claras.

Por otro lado, Andrew lleva una doble vida, literariamente hablando. Con un pseudónimo (sí, Rey de Picas), escribe otras novelas, que se alejan mucho de las que publica con su verdadero nombre: estas son prístinas e inteligentes novelas policíacas en las que siempre se cumple el ideal de justicia poética. Las de Rey de Picas son, por lo que se deduce, más aviesas, más siniestras, más gore, con una perversidad que llega a producir repugnancia. Sin embargo, aunque alejadas de las cifras de ventas de de Andrew J. Rush, Rey de Picas no deja de ganar lectores. 


A todos esos esnobs, intelectuales de la literatura, que se burlan de las restricciones de nuestro género (incluida mi querida hija Julia, a quien adoro), les resultaría muy difícil escribir una novela de misterio que tuviera éxito: una novela en la que se persiguiera al mal hasta echarle el guante y acabar con él; y en la que se alcanzara una conclusión clara y sin ambigüedades.Los finales de las novelas de Rey de Picas eran más crueles que los de Andrew J. Rush, al ser al mismo tiempo más primitivos. había demasiada maldad derramándose sobre todas las cosas como para que fuese posible limpiarla sin dejar rastro, y en la mayoría de los casos moría todo el mundo o, más bien, se mataba a todo el mundo.


A mi entender, Oates no ha pretendido escribir una novela negra como tal, sino, en principio, algo más interesante: escarnecer las convenciones sociales y literarias del mundillo literario y editorial y señalar la discriminación a la que se ha sometido a las mujeres que pretendían progresar como artistas. No es suficiente con una habitación propia, al parecer. Esta discriminación la sufre no solo C.W. Haider, sino también la mujer de Rush, Irina, de talento superior al de su marido, pero cuya producción fue desdeñada por las editoriales y tuvo que resignarse a ser la revisora de la obra de Andrew. En cierto momento, tras años de frustración le llega a acusar de haberle robado las ideas


La señora Haider estaba cada vez más fuera de sí. La boina se le había caído y su aire de superioridad se desvanecía. El juez Carson, cuya actitud cortés la demandante no había agradecido, dándola por sentada, no se mostraba ya tan indulgente y la interrumpía utilizando el mazo y retirándole repetidamente la palabra, insistiendo en que permitiera hablar a Grossman. La señora Haider, sin embargo, parecía incapaz de dejar argumentar al abogado, como si estuviera poseída por un demonio:
-¡No! ¡No, no! ¡Se trata de mis escritos, señor mío! También yo soy escritora... ¡escritora en prosa y en verso! ¡Ese hombre es culpable de allanamiento de morada... durante años! Se trata de mis memorias más preciadas, su señoría, porque todo eso me ha sucedido a mí. El plagiario me arrebata los recuerdos más preciados, cosas que me han sucedido a mí y a mi familia, y las tergiversa convirtiéndolas en ficción, pero no han sucedido en absoluto de esa manera, sino que son una infame MENTIRA.


Sentí un estremecimiento de amor por mi esposa de tantos años. mi querida Irina, la que se había enamorado de "Andy Rush", tan inferior a ella, ¿cómo no se había dado cuenta? 
Durante todos aquellos años había conseguido engañarla. 
Mi carrera, no la suya. ¿Por qué Irina Kacinzk no había luchado con más convicción, por qué se había sometido a mí?


Justo con las mismas palabras con las que le acusa también, demanda judicial mediante, C. W. Haider. Dos mujeres escritoras, dos mujeres de carrera literaria frustrada, sepultadas por el trato de favor que se dispensa a los hombres. Andrew, escritor de éxito, de talento mediano, aparentemente tolerante y bienhumorado, esconde, en realidad, a un hombre cínico, jactancioso, racista, clasista y machista que teme descubrirse a cada paso que da. Es posible que todos tengamos un cabronazo dentro que pugna por abrirse paso en la vida por encima de quien sea. Rey de Picas, este otro yo del protagonista y narrador, le susurra, por decirlo así, ideas de lo más retorcidas, que se agudizarán, a raíz de la demanda presentada por Haider contra él. El protagonista experimenta algo parecido a una obsesión respecto a esta mujer, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que no develaré para no fastidiarles.

A esta lectura podemos añadir otra más: Oates escenifica una reflexión sobre la materia prima del escritor que no solo utiliza sus recuerdos personales, sino que, como un ladrón en la noche, asalta las mentes en las que están guardados los recuerdos y secretos ajenos, sin parar en mientes ni albergar escrúpulos, incluidos (y sobre todo) los de su propia familia y amigos, para construir sus ficciones. Una tarea que para el/la escritor/escritora puede ser gratificante (y beneficiosa), pero que para quienes se ven reconocidos/as en sus obras puede no verse como un halago o un reconocimiento, sino más bien como un robo y un insulto.

No obstante, a pesar de la riqueza de las posibles lecturas que pueden hacerse de esta novela, tengo la impresión de que la escritora ha ido demasiado rápido para armar de un modo narrativamente eficiente los mensajes anteriores. En mi opinión, todo se sucede demasiado deprisa, lo que no contribuye a la verosimilitud. El comportamiento del protagonista muta con demasiada velocidad. Los acontecimientos se precipitan cuando es posible que un desarrollo algo más pausado, más matizado habría dotado a la novela de mayor equilibro, incluso habría contribuido a aposentar los distintos argumentos críticos. Por esa misma rapidez, los personajes familiares aparecen demasiado borrosos, especialmente el de su hija, filóloga, con la que podría haber profundizado en la sátira del mundillo literario y del género; e incluso su mujer, que, también en su papel de artista reprimida, podría haber tenido mayor trascendencia, apenas adquiere consistencia. El mismo protagonista, a ratos, Jekyll; a ratos, Hyde, muestra también un lado raskolnikoviano que podría haber dado más de sí. Igual de precipitado es el desenlace. Y decepcionante también, añado. Que digo yo que si alguien se ha tomado la molestia de escribir una novela bien podría preocuparse de darle un cierre digno, no cualquier cosa. 

Que se lo digan también a Ray Loriga, por favor.


















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