lunes, 10 de abril de 2017

'Reloj sin manecillas', de Carson McCullers


Cuando  me encontré con esta novela en un estante de la librería, a la que había ido a recoger La industria de la felicidad, de William Davies, pensé que una (feliz) coincidencia me haría revisitar a una autora parte de cuya obra había leído hacía más de una década gracias a la recomendación de un amigo. El corazón es un cazador solitarioLa balada del café triste habían hecho mella, entonces, en mi apreciación de la Literatura. No obstante, ahora sólo recuerdo la sensación, no el contenido ni la forma. Apenas, quizá, la memoria de un estilo aparentemente sencillo, cercano, que abocaba a una lectura entrañable. En todo caso, abordé la lectura de Reloj sin manecillas sin conocimientos previos, y si había expectativas o prejuicios, sólo podían ser de naturaleza positiva.

Nunca es tarde para repetir que las expectativas casi siempre generan decepción.



Así es: la lectura de esta novela produce gran insatisfacción. No es que esté mal escrita. A este nivel, difícilmente puede serlo. Es otra cosa: la de que asistimos a una historia débil, a pesar de las dosis de racismo, enfermedad y el tratamiento de la homosexualidad; también, un estilo que apenas parece que va a alzar el vuelo cuando vuelve a rozar la tierra. Diálogos que prometen, pero que se vuelven artificiosos, con una profundidad impostada que sólo la pericia de la autora impide que lleguen a ser vergonzosos. Curiosamente, los capítulos que tengo más anotados con estos defectos son los que el prologuista, un novelista de última hornada más o menos famoso, resalta como aquellos en las que la novela "crece como artefacto literario". Aparte del rechazo que me provoca un término como "artefacto" aplicado a la novela (un asunto de índole quizá meramente estética), creo que tal afirmación es como mínimo controvertida. En mi opinión, es sobre todo a partir del capítulo cuarto cuando la novela cae en un estado letárgico del que no se recupera.

Algunos ejemplos, a mi entender, de una prosa decepcionante que, quizá en paralelo con la declinante salud de la autora, se nos revela como insuficiente:



-Perdóname -aventuró con voz temblorosa-. ¿Quién eres y qué era lo que cantabas? 
El otro joven, que tenía la misma edad que Jester, dijo con una voz que intentaba ser lúgubre: 
-Si quieres la verdad desnuda, no sé quién soy ni conozco mis antecedentes. 
-¿Quieres decir que eres huérfano? -preguntó Jester-. ¡Pero si yo también lo soy! -añadió entusiasmado-. ¿No crees que eso sea significativo? 
-No. Tú sabes quién eres. ¿Te ha mandado tu abuelo? 
Jester negó con la cabeza. 
(...) 
Otro menos sensible que Jester se hubiera dado cuenta de que el otro joven se comportaba de un modo deliberadamente rudo. Sabía que debía regresar a casa, pero parecía que los ojos azules de aquella cara oscura le hubieran hipnotizado.



Sin duda, la vida se compone de innumerables milagros cotidianos, la mayor parte de los cuales pasan inadvertidos.



-Sherman Pew, eres el mentiroso más grande que haya pisado jamás esta tierra -exclamó Jester. 
Sherman, que se había entusiasmado con la historia, no respondió. 
-¿Por qué mientes? 
-No es exactamente mentir, pero a veces me invento situaciones que podrían muy bien ser ciertas y se las cuento a tontos con cara de trasero de niño como tú. Durante buena parte de mi vida he tenido que inventar mentiras porque la vida real, verdadera, era demasiado aburrida o excesivamente dura para soportarla.



Hay personajes, sin duda, y una historia: el juez Fox Clane, supremacista blanco y nostálgico de la Confederación y de la esclavitud, su nieto Jester, embarcado en su tarea de hacerse hombre, el negro de ojos azules Sherman Pew y el farmacéutico J.T. Malone. Sin embargo, las historias de cada uno de ellos y su entrecruzamiento vital no terminan de interesar. Las pasiones sexuales y la búsqueda de la propia identidad, el resentimiento y los prejuicios raciales y las reflexiones existenciales sobre la muerte no proporcionan nada especialmente iluminador (aunque quizá sea un defecto de lector de siglo XXI), nada que nos toque la fibra.


A fin de cuentas, una prosa que no entusiasma; a veces, frases que se pretenden profundas o reveladoras y que no son ni lo uno ni lo otro; diálogos que no parecen concordar con los personajes que hablan: como dije antes, artificiosos. Tanto el que mantienen Sherman y Jester en el mencionado capítulo cuarto como el del juez Clane y Sherman en el noveno son innecesariamente largos, que consiguen volverse aburridos. Hay una pretensión de exponer los puntos de vista divergentes de los protagonistas que, sin embargo, fracasa: de ahí, quizá, su extensión. Parece que a veces, en Literatura, la minuciosidad es el síntoma del fracaso.

Como ya señalamos, y eso me parece muy bien, en la novela se habla del (contra) racismo, de la muerte y del sexo, especialmente el homosexual, asuntos  sobre los que la autora había escrito repetidas veces en su obra anterior. En los Estados Unidos de la época, escribir de ellos era asumir un compromiso real, y a veces peligroso, por los derechos civiles y por la justicia. No obstante nuestras simpatías por la igualdad de derechos y por la integración racial, étnica, etc., la novela no está a la altura, al menos respecto de sus creaciones anteriores. Con brevedad: no funciona.

No obstante, y para terminar, si comparamos el conjunto Reloj sin manecillas con alguna de las cosas que hemos reseñado en este blog parecería casi una obra maestra. Pero claro está que McCullers ha demostrado ser una novelista grande, de profunda comprensión moral y de convincente estilo, y algunos/as escritores/as de los que hemos escrito aquí no osarían soñar siquiera con poseer la mitad de la capacidad que demuestra McCullers incluso en sus textos más mediocres. Capacidades que guardan relación tanto con el talento como con el trabajo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario