lunes, 19 de abril de 2021

'Las estribaciones occidentales de Cydonia', de Sergio Barreto

Permítanme, estimado público lector, una introducción ad hominem, para variar y por mero jugueteo:

 Cuando veo una fotografía de Sergio Barreto, el autor de este libro de tan hermoso título, Las estribaciones occidentales de Cydonia, no puedo sino sentir que estoy ante la presencia de un artista CON MAYÚSCULAS, al menos como nuestro imaginario lo representa: incómodo con la vestimenta (la que sea), desgreñado, con anteojos, delgado hasta parecer escuálido, pero con ese brillo en los ojos, tal vez chispa divina de Eros, de la que parece deducirse un universo creativo, un torrente nilótico de inspiración, una aprehensión de ese instante en el que el artista se funde con instancias superiores intelectivas y creativas de todo tipo, género y condición.

Además, es poeta, y su figura nos trae a colación, de inmediato, a Baudelaire, a Verlaine, a Rimbaud, a Panero, a Bukowski... A todo ese malditismo al que, al menos por su estética, debería ingresar de inmediato. No obstante, el malditismo se queda ahí, pues Barreto es un literato apreciado en el mundillo artístico local, además de ganador, entre otros, de un premio tan arraigado y considerado en Tenerife como es el Benito Pérez Armas (novela Vs.), con su consiguiente recompensa económica. Muy atrás ha quedado, enterrado para siempre, aquel rechazo de la aprobación burguesa, cuando el reconocimiento deseado era el de los pares, tan malditos como él, embarcados en la misma odisea creativa. 

Sea como fuere, lo cierto es que, por otro lado, ya estamos hartos de novelistas que parecen empleados/as jubilados de la Caja de Ahorros o de otros/as que uno confundiría con el/la jefe de departamento de, digamos, la compañía municipal de aguas (si existiera); o de aquellos/as que se diría que acabaran de terminar de corregir exámenes de primaria y se dispusieran a sacar al chucho. Tampoco queremos más Cercas o más Vilas, medio humildes, medio soberbios. Ni siquiera, más Pérez-Revertes o Javier Marías, eternamente enfadados en su sillón de orejas, calzados con pantuflas. ¡Queremos genialidad, queremos mística, queremos levitaciones en distintas alturas y ángulos, queremos poses que nos eleven sobre la vil mundanidad!

En este sentido, Barreto se convierte en un fetiche útil, pues prorroga con su figura y su obra el mito (o la ilusión) del artista como genio solitario y multidisciplinar, que surge con el Romanticismo, y que a pesar de las sucesivas deconstrucciones y posteriores refutaciones, amenaza con no abandonarnos nunca, porque, idealismos aparte, es ideal para los departamentos de marketing de las empresas de la industria cultural. Es comprensible: un poeta maldito, un genio provocador, un transgresor (todo lo anterior debe también escribirse en femenino) resulta atractivo como mecanismo atractor y diferenciador para el potencial público consumidor de estos abalorios artísticos. Lo de menos es que, efectivamente, sea rebelde, provocador o transgresor de verdad. Si estos adjetivos pueden aplicarse o no a Sergio Barreto, lo ignoro, dicho sea de paso.

Eso, si el/la artista es importante. Para la inmensa mayoría de los/las que intentan hacerse un nombre en el campo artístico, la apariencia de genialidad o de distinción se construye a base de filtros de Instagram, ocurrencias tuiteras y fotos que te hace un amigo mirando al mar o bajo un árbol. Y todos los likes que se puedan, aunque se consigan mendigándolos. No olvidemos que estamos en la era de la autoexplotación y del háztelo tú mismo.

En fin, vayamos a los cuentos que componen este volumen.



Mi impresión general de los relatos aquí publicados, ya se lo adelanto, es, en general, buena. Como diría un amigo, al menos "tiene frases", como la que inaugura el primer relato: 


Mi oficio consiste en preservar la oscuridad.

 

Así, nada más comenzar, este conjunto de relatos ya tiene mucho ganado: un título evocador y una primera frase magnífica. Lo difícil, claro, es mantener el nivel. En este primer relato, La pata superior izquierda del reptil, no lo consigue, aunque no deja de ser aceptable. Le sobra un alarde de minuciosidad por aquí, un adjetivo por allá, un adverbio en -mente acullá... El caso es que la idea del relato, un guardián de la oscuridad atento a cualquier disrupción lumínica en la noche, aunque sugerente y original no fragua en un relato redondo. También, termina de manera un tanto impaciente. Pero es apreciable.

El segundo, que da título al volumen, Las estribaciones occidentales de Cydonia, me pareció estupendo. Me recuerda por su atmósfera a aquella novela suya, Vs., aunque más reconcentrada y firme. Quizá por ser un relato corto, no se pierde en las tonterías que critiqué entonces. Logra una acción ajustada, una atmósfera polvorienta que, aquí sí, puedo leer como metáfora de las almas, con un personaje duro e insondable, y otro, iluminado como un profeta, pero, como tal, rayano con la locura. Muy bien.

El tercero, La ruta de las montañas, el más largo de todos, se lee con interés. Quizá lo que puede criticársele es que la indulgencia consigo mismo del autor se traduce en cierto preciosismo verbal innecesario (combinado con alguna expresión tópica) y la habitual recaída en las referencias artísticas tipo "vean qué culto soy, que se trasluce en mi escritura". Esto amenaza con desprestigiar el relato, pero es un peligro que no termina de ser mortal. Me gustan sus personajes, sobre todo el de Alexandre von Waskërber, tan impertinente e impaciente. No obstante, aunque el final sorprende y redondea el relato, también puede acusársele de inverosímil en su inopinada resolución. Yo soy más bien partidario de votar a favor, pero ya verán Vds.


-Veo que le interesa mucho la historia de este país.

-No, no me interesa en absoluto. Esa es mi colección de señores de guerra.

-¿Y la cabeza de jabalí también pertenece a la colección?

-Eso a usted no le incumbe, caballero.

Se encontraba tendido boca arriba, con el albornoz alrededor del cuerpo, una sábana blanca encima y las botas de miliciano descubiertas. Miraba el techo. Eché un vistazo hacia arriba, pero allí sólo había una grieta y manchas de humedad. Al poco Waskërber se incorporó y habló con la sábana blanca entre las manos.

-Tenemos que preparar la ruta. (...)

 

El cuarto, El próximo personaje, me deja indiferente. Un relato que se queda en mero bosquejo de algo que quizá podría haber sido, pero que, sin duda, no es. No digo que Barreto fuera dominado en esta ocasión por la pereza, pero la alternativa es que fue demasiado estricto en su propósito de condensar la trama. Unas cuantas páginas más nos habrían sentado bien a todos, si es que sabía a dónde se dirigía.

Con un aire, en algunos momentos, a El perfume, de Patrick Süskind, Según Illiana no deja de ser un relato curioso, con momento onanista de la protagonista, una mujer que roza la sesentena, que pone en el foco las cuestiones de la sexualidad madura e insatisfecha y de la soledad. A mí me produce la impresión de un ejercicio de estilo estimable pero con el que tampoco sabía muy bien qué hacer.


El olor a incienso, vainilla y pan recién hecho se expande por la habitación, mueve las cortinas y escapa por las ventanas hasta invadir las pituitarias de vecinos y transeúntes que, hechizados, dejan lo que están haciendo, miran al aire y esponjan la nariz para exclamar: "Qué rico huele, por Dios! Ummm, ese olor abre el estómago de los muertos. ¿No te huele a la panadería de Tito Peppino?"

 

Ni se te ocurra pensar en Vicky me recuerda, a alguno de los cuentos de Cortázar. Carece, sin embargo, de la profundidad y rotundidad de estos porque a Barreto vuelve a urgirle la prisa. Acaso porque temiera que se apagara sin aviso la chispa original, no desarrolla un asunto que, bien mirado, acaso tampoco mereciera una novela, sino, tal vez, cuatro o cinco páginas más.

Por último, El diván asiático, retoma de manera tangencial el asunto del primer cuento, el peligro de la luz y la oscuridad. Aunque tiene fallos estilísticos como añadir el prefijo auto- a un verbo como "imponer" (cuando ya se dispone de los pronombres átonos), la prosa del autor logra el tono y ritmo adecuados. Es, con el segundo, el relato que más me ha convencido.


Por eso, no pienses en ella cuando llegues y abras la verja y te reciban las cuadras, los graneros, la casa de madera que levantó la familia Cosme hace dos siglos... Ni se te ocurra pensar cómo la encontramos derrumbada en aquella habitación de la casa, con el cuerpo grande, inmóvil en el albornoz rosa, y la mirada fija (...).

 

EN DEFINITIVA, no se le puede negar al autor un estilo propio, la creación de atmósferas particulares y la construcción de personajes con carácter singular. Son la marca de un escritor que, si eliminara esa complacencia consigo mismo que creo detectar y trabajara más los textos, podría crear una obra verdaderamente poderosa.

A este respecto, soy de la opinión que una editorial que sea merecedora de ese nombre no puede, sin más, recoger los textos de un autor, quizá corregir alguna errata, y mandarlos a imprimir. Editar no debería consistir solo en saber diseñar portadas y pagar a los empleados/as, sino en mantener un pulso con el escritor o escritora para pulir los textos o, en su caso, eliminarlos. 

En este sentido, Las estribaciones occidentales de Cydonia, que suponen un avance respecto de su novela laureada, habrían ganado si alguien hubiera mantenido una conversación, tal vez difícil, con el autor para que éste se hubiera sentido desafiado, e incitado a exigirse más. Todos habríamos salido beneficiados. En fin, un libro de relatos estimable.

















 



















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