No es infrecuente que un libro, escrito de forma correcta y con una tesis de fondo con la que incluso podemos simpatizar, nos aburra. Quizá las expectativas se tornaron demasiado altas cuando, como es habitual, a uno le hayan contado que ha sido premiado y requetepremiado, y lo mejor que se haya dicho de él es eso mismo.
Tal es el caso de Kraft, de Jonas Lüscher, caracterizada según la editorial (Vegueta Ediciones) como "universitaria, sátira erudita y dura crítica contra el capitalismo". La verdad, no se me ocurre nada peor para anunciar una novela. Lo de la literatura, y el mundo del Arte, en general, y la "crítica contra el capitalismo" es para partirse de la risa o, al menos, para la mueca sardónica. Resulta aporético que una crítica contra el capitalismo desde instituciones capitalistas, de tal modo que la misma crítica es absorbida y, por tanto, anestesiada por el sistema que la cobija y la ventila. Así, en general, el arte subvencionado por las instituciones públicas. Así, en concreto, el arte patrocinado o esponsorizado por instituciones privadas con ánimo de lucro. Las dos censuran, las dos crean clientela, las dos son cónyuges de conveniencia con el mundillo del arte. Ya es hora de ir buscando una tercera vía que, solo apunto, podría ser paralela a la de la gestión de los medios de comunicación: no solo privado, pero no solo estatal, sino público, entendiendo por esto la gestión y participación ciudadana motivada no por ánimo de lucro ni por los intereses del partido de turno.
A mayor abundamiento, y aunque nos desviemos un poco del asunto, cada vez que anuncian una exposición de arte en el CAAM o, ya puestos, en el Reina Sofía o en el Thyssen anunciada como "crítica" contra "la sociedad de consumo", contra "la mercantilización de la cultura" o cualquier frase de esas, es para maravillarse o ante el cinismo o ante la ignorancia, en especial cuando se considera, a estas alturas y con la que ha caído, que el museo sigue siendo el lugar donde una obra, corriente o expresión adquiere el rango de artística.
Pues Kraft es, más que anticapitalista, explícitamente antineoliberal, aunque de un modo tan obvio que le resta contundencia: la crítica no se ejemplifica a través de las consecuencias en los personajes de determinadas políticas o ambiente social, sino a través del discurso de un narrador omnisciente. No digo que a veces tenga su gracia la ironía o la crítica, pero en muchas otras no solo resulta un tanto panfletaria, sino panfletariamente aburrida.
Estaba convencido de que aquél era su deber, y las palabras de Reagan le habían insuflado la valentía de un león. Se sentía dispuesto a salirle al paso a una horda de comunistas desatadas, a pecho descubierto, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual. En aquel entonces, las redes sociales y el Internet móvil no se habían inventado, nadie se podía imaginar algo semejante, y tal vez fuese una suerte, porque, de esa manera, los dos amigos no supieron de los dramáticos acontecimientos que se iban a producir en la Nollendorfplatz. De haber sido así, Kraft no habría podido detener a István, que habría acudido allí, sin más armas que su historia y su superioridad intelectual, exponiéndose a una lluvia de adoquines de la que habría salido, a lo sumo, eso es cierto, con un ojo morado. En cambio, conocían por los periódicos el lugar en el que iba a desarrollarse la manifestación de mujeres, la única que las autoridades, en su celo, no habían prohibido terminantemente. (Pág. 47)
Tal vez Kraft habría comprendido mejor la supuesta torpeza de sus interlocutores para entender aquel concepto si se hubiera dignado leer la obra del economista liberal de izquierdas, que apostaba por la demanda, J.K. Galbraith. Éste contaba que, en su juventud, la teoría de Trickle-Down era conocida como la teoría de la mierda de caballo: si uno mete suficiente avena en un caballo está claro que, antes o después, la parte posterior del animal dejará caer sobre el pavimento algo con lo que los gorriones se pueden alimentar. Pero Kraft no leía este tipo de libros. Por lo tanto, seguía cantando en un tono demasiado alto su himno al bienestar, un bienestar que caería sobre todos, desde el séptimo cielo del libre mercado, como una cálida lluvia tropical; razón por la cual, en la Freie Universität, empezó a ser conocido sarcásticamente como "el hacedor de lluvia". Por supuesto, aquel sobrenombre iba en contra de su deseo de agradar. Las cosas no son tan sencillas... Nada es fácil... Nunca lo ha sido y nunca lo será. (Págs.134-135)
El mal, por lo tanto, debe existir... y EXISTE... sin lugar a dudas. Ahora hay que explicar por qué el mal no es, ni mucho menos, tan malo. Tal vez debería pasar directamente a la great chain of being... La idea de la cadena es buena, trae a la mente algo mecánico, eslabón a eslabón se crea una estructura sólida y clara. Paso a paso. Si uno dispone de una cadena, puede remontarse, eslabón a eslabón, hasta su origen, donde se produce un punto de inflexión, la brecha del conocimiento, y choca contra la roca madre que es la verdad última. (Pág. 201)
Las andanzas del personaje principal no revisten tanto interés al leerlas como entusiasmo manifiesta el autor al escribirlas. Aprecio regocijo, pero también verborrea, al relatarnos la evolución que va del estudiante universitario thatcherista al Kraft profesor universitario y sentimentalmente fracasado. Es difícil encontrar una frase estéticamente valiosa, y, aunque una traducción (a cargo de Roberto Bravo de la Varga), no se refleja en ella que el autor se preocupe tanto por el lenguaje como por el mensaje. A este respecto, es oportuna la comparación con Peter Stamm, también suizo germano parlante, que, con una prosa mucho más sobria (nos atenemos a las traducciones de José Aníbal Campos), alcanza una intensidad sentimental mucho más poderosa, y cuyas reverberaciones de índole cognitiva no son menores, a pesar de que la carga filosófica explícita de Kraft es mayor.
Es por ello por lo que insisto que suele ser más efectivo contar que explicar, dejar que, mediante la la narración, el lector o lectora llegue a sus propias conclusiones, y no que se la sirvan en una bandeja escolar, con cada ración de pensamiento en su hueco correspondiente. Hay más maneras de argumentar y de apoyar una tesis que mediante una novela. En esta, y no digo que Kraft no esté correctamente escrita, como señalé al principio, el contenido desequilibra la balanza respecto de la forma. Esto, que en otras circunstancias, podría no ser decisivo, aquí se ve radicalizado por la escasa originalidad de la tesis: el neoliberalismo es malo, sus apóstoles, errados o locos. Las grandes emporios tecnológicos con sede en Silicon Valley son aspirantes a dictadores en traje hippy. Muy bien, pero que aunque, a grandes rasgos y en alguno pequeño, uno pueda estar de acuerdo, la forma de comunicarlo no puede ser simplona, porque no lo son ninguna forma de capitalismo ni ningún otro sistema económico o político ni, ya que estamos, las consecuencias de los avances tecnológicos. La realidad consta de mil matices por lo que la sutileza y la prudencia nunca llegan demasiado temprano.
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