Andrés Ibáñez, para mí, no ha sido más que un nombre. Más bien, un nombre y un apellido que firmaron unas cuantas críticas magníficas (eso me pareció en su momento) en el suplemento cultural del ABC. Es imposible que sea así, pero fantaseo con frecuencia con la posibilidad de que de los artistas y literatos solo supiéramos eso: un nombre y un apellido (tal vez, dos). Digo que es imposible porque en nuestra sociedad del espectáculo, extremadamente competitiva, esa posibilidad no se toma en consideración, y si surge es por motivos espurios, relacionados también con la promoción de una carrera, de una obra (como el caso de los tres escritores que se ocultaban bajo el nombre de Carmen Mola). Resulta imprescindible acompañar el mensaje, el texto, la obra, con una cara, con una foto y su entrevista, empeñados como sociedad en ver en todo/a artista una luminaria, un faro iluminador de certezas, o, como mínimo, una confirmación de nuestros puntos de vista y de nuestras supersticiones. A veces, un artista puede convertirse en un intelectual, cierto, pero no es una relación necesaria.
Me sobra, siempre, la fanfarria del espectáculo. Hoy en día, además, con Internet, se exacerba esta promiscuidad, esa cercanía cuyo carácter forzado resulta demasiado evidente. En el mundo de la literatura, hasta los mismos críticos se se dejan encarnar en fotos, en entrevistas, en declaraciones altisonantes sobre su propia obra, profieren elogios de sí mismos que habrían causado vergüenza ajena en otras épocas, no mejores, pero sí más pudorosas. No se resignan a la simple sombra, quieren ser el espantapájaros en la tierra sembrada, el cenador en el jardín, la veleta en el campanario.
Un nombre y un apellido, tal vez dos, es todo lo que necesitamos, en realidad, para una novela, un libro de poemas, un cuadro, una escultura o una instalación. Tal vez, ni siquiera. "¡No quiero conocerte!", exclamo, para salir del estupor.
Pareciera que en este mundo de apariencias, de hechos que devienen fantasmagoría, de realidades evanescentes, de trampantojos mediáticos, necesitamos aferrarnos a la imagen, si no a la carnalidad, a la presencia física para dar consistencia al arte y a la política. Seguimos buscando al líder de masas en el representante político, al gran hombre (o mujer), al mesías, al pastor de los corderos, igual que nos esforzamos por encontrar en el artista al sacerdote, al brujo, al hechicero, al mago, curiosamente en una sociedad en la que el arte se piensa, sobre todo, como mero consumo, devenido mercancía, y la mayor parte del tiempo solo mercancía; y la política como espectáculo galvanizador de emociones, y solo emociones. Arte y política como punto de fuga de una sociedad de clases medias que, de no preguntarse por sí misma, por su razón de existir, añora un pasado en el que no existía creyendo que así encontrará un lugar en el futuro.
Al final, toda esta galería de vanidades, toda esta excrecencia que es el mundillo del arte se derrumbará y sus fragmentos no serán sino cáscaras huecas que generaciones posteriores pisotearán ajenas a los chasquidos de su inanidad.
En mi caso, prefiero ir al encuentro de las creaciones artísticas como si me dispusiera a experimentar un rito de paso, incluso con escarificaciones, si es menester. No me resigno a ser solo espectador, fila y columna de la butaca, simple acumulador de datos culturales para la posterior exhibición de la distinción. Qué aburrimiento, qué desesperanza.
Todo esto viene a cuento, sin venir a cuento, de la novela de hoy, Nunca preguntes su nombre a un pájaro, de Andrés Ibáñez.
Es esta una novela sorprendente: al principio, podemos pensar que es la historia de un escritor -un tal Horst- atormentado que se ha aislado voluntariamente en una casa grande en un valle remoto en Delaware (Estados Unidos, costa este), luego, tal vez, sospechamos que sufra algún tipo de psicosis. Cuando estamos asentados en ese escenario, la novela se transforma en una historia, un tanto desleída, de terror y misterio, como alguna de Stephen King (al que menciona, por cierto, y cuyas tremendas descripciones de los paisajes de Nueva Inglaterra recuerdan a las de Andrés Ibáñez en esta novela) o de John Connolly.
Al final de todos estos avatares, la novela puede leerse simbólicamente, como una alegoría: la elección entre la vida o la muerte, entre la dignidad y el éxito, entre el amor y el egoísmo. Una elección mefistofélica que no termina de cuajar argumentalmente, por mucho que la lectura sea placentera la mayor parte del tiempo y se lea con interés. Es decir, para precisar, la novela, si nos enfocamos en el estilo, está muy bien escrita, con escenas a un grandísimo nivel. Subrayaría las descripciones del entorno rural y el barruntar interno del personaje principal cuyo recorrido angustiado es la base de esta novela, escrita en tercera persona, muy pegado al protagonista, en estilo indirecto libre. Pero le falta algo para terminar de ser convincente.
No están tan bien delineados los personajes secundarios -ni siquiera, en mi opinión, el personaje malvado-, y los diálogos no son lo mejor que haya leído. En alguna ocasión, rozan -sin alcanzarla- cierta banalidad que baja un punto el tono de la obra. Las diferentes esferas del mundo inventado de Nunca preguntes su nombre a un pájaro las siento distantes entre sí: Eva, la mujer de su hermano, Clive; Winslow Patrick, el escritor muerto en cuya casa vive alquilado Horst; el vecino pescador de anguilas, Willard; la suspicaz vendedora de libros y la leyenda local de la que emerge el Rey Amarillo, también llamado Matt Signorelli, y su amigo el indio, Kenny. Las partes confluyen, pero no consigue Ibáñez crear un conjunto armónico y de lógica necesaria. Los sucesos parecen ocurrir un tanto por que sí. En este sentido, repito, la novela se revela imperfecta.
Podría reprocharse, además, que el clímax argumental carece de la densidad narrativa que habría merecido. Le falta a la historia mayor contexto, mayor profundización genealógica de los personajes y del entorno para que hubiera sido más verosímil, tal vez más aterradora la encrucijada que se le presenta a Horst.
¡El viejo Winslow Patrick! Era asombroso cómo los autores de su generación, incluso aquellos que tenían una obra comparativamente breve y poco ambiciosa, habían logrado causar tanto revuelo. Ahora las cosas eran más complicadas, el mercado se había vuelto loco, la literatura se había llenado de géneros que lo devoraban todo y que creaban extrañas tribus de lectores mutuamente excluyentes. Escribir es matar, le había dicho Patrick mostrándole un faisán con un agujero de bala en el pecho. ¿Esto era algo que hubiera dicho Hemingway? Su amigo Ohle le recordó que Heimito von Doderer había dicho algo parecido alguna vez: que para ser escritor es necesario haber matado, aunque Heimito se refería a la Primera Guerra Mundial y no a disparar a los pájaros. Pero lo que había dicho Patrick era diferente: algo más crudo, quizá, aunque quizá se tratara de una simple metáfora. ¿Matar qué? ¿Matar a quién? (Pág. 17)
El Delaware traza una amplia curva entre masas de bosque, y no es tan ancho por allí como se hará unas millas más abajo, donde se abre en brazos e islas. Tampoco es un río muy profundo. Un río joven, espléndido en su urgencia plateada, sonoro como un palo de lluvia amazónico, del color metálico y argentéreo de las nubes. Horst descubre enseguida al viejo Willard casi en el centro del río con el agua por encima de la cintura. Lleva un traje impermeable y una capucha de marino, y se afana moviendo piedras, las oscuras lajas de pizarra del fondo del río, con las que lleva desde el verano construyendo una trampa para anguilas. Visto desde la altura a la que se encuentra Horst, el trabajo de Willard en medio de la soledad de la naturaleza tiene algo de épico, la grandeza intimidante de un monumento neolítico. El viejo marino de largas barbas blancas, tocado con su largo capuchón de lona calafateada, le recuerda a uno de esos sombríos personajes de Melville. Un patriarca en medio de la soledad. (Pág. 28)
-Tienes que tranquilizarte, muchacho -dice el viejo-. Te veo muy alterado. ¿Estás metido en algún lío, Horst?
-No lo sé, la verdad -dice Horst.
-No es bueno andar metido en lío -dice Willard rascándose la barba con gesto pensativo y abandonando, por el momento, su cesta-. Te lo dice un experto en el tema.
-A veces los líos le buscan a uno -dice Horst.
-Eso no es cierto -dice Willard-. Nunca es cierto.
-¿Eso no es cierto?
-Si tú crees que es cierto, entonces será cierto. Tú has estudiado en la universidad, no eres un batracio ignorante como yo. Pero en mi experiencia uno siempre se busca los lío en que se mete. Oh, sí, por Golly. Y con poderosa constancia y tesón, además.
-Es simplemente un tipo que se presentó ayer en mi casa. Un tipo raro, nada más.
-Entiendo -dice Willard frunciendo el ceño como haría un matemático al enfrentarse a un enigma insoluble.
-No me gustó su aspecto, y me pregunté si acaso tú no le habrías puesto los ojos encima alguna vez. O si habrías oído su nombre. No sé si es de por aquí.
-A lo mejor es el Rey Amarillo -dice Willard riendo.
-¿Cómo dices?
-El Rey Amarillo.
-¿Qué es eso del Rey Amarillo? -pregunta Horst sintiendo que el terror le invade de nuevo.
-Vive en lo más profundo del bosque. Allí en algún lugar, hay un túnel profundo o mejor, no, mejor dicho, un pozo profundo, muy profundo, y en lo más hondo de este pozo hay una cueva subterránea donde se encuentra la ciudad de Carcosa. El Rey Amarillo es el rey de esta ciudad subterránea, y de vez en cuando asciende por el pozo y asoma su cabeza por nuestro mundo. Pero es fácil reconocerle, porque tiene una cornamenta amarilla. Tiene cuernos, como un ciervo. Cuernos amarillos. (Págs. 104-105)
Los escritores no son grandes leones dorados de la llanura, le dice entonces a Winslow Patrick. Los escritores son los antílopes. Son el feo ñu que regurgita su bolo de hierbajos mientras se gira a todas partes, el extraño okapi fucsia y anaranjado que mordisquea amargas hojas de acacia y dobla su largo cuello con miedo a ser descubierto en la sombra donde se oculta. Son el conejo aterrado, la liebre que eriza sus orejas ridículas en medio de las altas hierbas salpicadas de corimbos y oscuras mariposas. ¿Qué es lo que une a Kafka, a Hawthorne, a Poe, a Proust, a Carver, más que el terror profundo y cerval al acto de estar vivo, a la necesidad de esta ceremonia continua de exposición y desafío que ninguno de nosotros ha elegido, a este despliegue de trofeos de caza en el que ninguno de nosotros firmó para participar? No valemos para el servicio, no somos aptos, pero a pesar de todo nos hacen soldados, nos envían al frente. (Pág. 112)
Es, como dije al principio, una novela sorprendente, aunque tal vez mejor sería aplicar el adjetivo desconcertante. Guarda esta obra el germen de una novela grande pero tengo la impresión de que la estructura que Ibáñez ha creado aquí no está a la altura de su estilo, con frases y párrafos magníficos. También tiene la capacidad de devolvernos el placer de leer una historia -lo que en muchas ocasiones echo en falta en otras narraciones de autores afamados- y de asomarnos a lo perturbador de la naturaleza como entorno y del laberinto espeluznante de la psique -alma- humana, y de la interacción entre ambas. Una interacción fatídica, desde luego, que me recuerda tanto a Joseph Conrad como al ya mentado Stephen King.
Para finalizar, Nunca preguntes su nombre a un pájaro, pesar de sus imperfecciones, es singular y muestra a un gran escritor: merece ser leída. Hay muchas novelas inferiores a esta que han gozado de mucha más fanfarria mediática, pero esa es la historia de siempre. Como dice Horst: "La vida de un escritor es una sucesión de humillaciones".
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