No hace falta que me reprochen mi retraso bloguero, sobre todo respecto de los libros que comento, aun con brevedad, en el programa de radio homónimo. Ya me fustigo yo, regocijándome, al mismo tiempo, de ese lado un tanto masoquista de autocrítica que suelo practicar con demasiada frecuencia.
En cualquier caso, hay un silencio clamoroso, o un clamor silencioso, en el panorama literario canario, lapso desértico singular antes de la feria del libro anual, que se celebrará (es un decir) en la última semana de este mes de mayo. Es posible que las editoriales/imprentas de Canarias están reservando esfuerzos para las presentaciones bajo carpa. Que habrá carpas de primera división, otras de segunda, y para la mayoría de los/as escritores/as en ciernes, una silla en la que descansen de sus falsas esperanzas, mientras ven pasar de largo (oh, esa mesa con sus libros boca arriba, como recién rescatados) a la gente con ojitos melancólicos. He visto documentales de animales en vías de extinción menos conmovedores.
Dado lo raro que soy, aunque siempre he sido lector (aun con variable intensidad), nunca me había interesado demasiado por estos eventos consuetudinarios de la rúa. Solo ahora, a partir del momento (quizá aciago para muchos/as) en que comencé a escribir las reseñas para el blog, me obligo a curiosear por los puestos y a sufrir las presentaciones y promociones varias de estos productos singulares que se venden en forma de libro.
Ya hablé en otro artículo de la problemática organización del año pasado y de la discutida capacidad organizativa del director de la feria, Jorge Balbás. Veremos hasta qué punto es capaz de igualar la ineptitud del año pasado o, incluso, de superarla. No duden, tampoco, de que si la feria logra entusiasmar a alguien, o hacer que alguien compre un libro de manera espontánea, lo señalaremos. Sobre todo, hay que ser justos.
La novela de hoy es la primera de las publicadas del ya difunto Rafael Chirbes, famoso, sobre todo, a partir de su Crematorio (y de la posterior serie de televisión) y últimamente por sus memorias, en las que pone a parir, entre otros, a Arturo Pérez-Reverte. Debería ser obligatorio, en cualesquiera memorias que se publicaran, poner a parir a la gente, en general y en concreto. Y más, si se sabe que dichas memorias se van a publicar póstumamente.
Mimoun narra, a grandes rasgos, la llegada y estancia en Marruecos de un joven aspirante a escritor, que ha conseguido una plaza de profesor. No sabemos muy bien qué aspiraba a encontrar en ese país: quizá exotismo, quizá sexo suburbano gender fluid, quizá encontrar al fantasma de Paul Bowles o de Juan Goytisolo... El caso es que las que fueran se ven truncadas. Ya sea por el ritmo de vida de ese país, por los escasos estímulos intelectuales, ya por una sangría interior que lo va debilitando según pasan los días, nuestro protagonista vive su estancia en la ciudad de Mimoun como una sucesión de momentos de estupor, aburrimiento, progresivo alcoholismo y sexo cada vez más insustancial, solo salpicado de breves momentos de lucidez o de afecto.
No obstante lo cual, la lectura no resulta triste, deprimente o aburrida. Se lee con interés esta inmersión en el estancamiento, cuando no en la degradación y decadencia, de un personaje que, ya perdido, se interna en un laberinto extranjero del que solo a duras penas, y muerte siniestra de por medio, logra escapar. Quizá no por una salida natural, sino, digámoslo así, escalando la pared. Ignoro si hay moraleja o conclusión moral definitiva: en la vida, no suele haberla. Al menos, carece de esas escenas con música de fondo. Las cosas pasan, nos pasan y, a veces, somos nosotros quienes las perpetramos. He oído que hay gente que reflexiona sobre lo que les ocurre y experimentan algún tipo de epifanía moral que les hace mejorar.
Los imprevistos encuentros con Ahmed terminaban en alguna de las habitaciones del Jeanne d'Arc. Hoy recuerdo con melancolía el grifo que llenaba con agua tibia la bañera descomunal y el vaho que crecía sobre el agua hasta ocupar toda la habitación. Entre la niebla surgía el cuerpo desnudo de Ahmed como, en primavera, en la Plaza del Atlas, brotaron meses más tarde las flores azules de la jacaranda.
Ciertos atardeceres, ya en Mimoun, y antes de iniciar el ascenso a pie hasta la creuse, me detenía en alguno de los bares del pueblo para beber. Mi presencia en aquella ciudad apartada causaba una mezcla de curiosidad, simpatía y desconfianza. Mimoun había sido, años antes, un importante centro comercial que se fue desmoronando poco a poco. Los franceses se habían marchado al día siguiente de la independencia, y los últimos judíos abandonaron la ciudad cuando estalló la guerra del Yon Kipur. Quedaba sólo un par de hebreos, propietarios de despachos de alcohol, y denostados. (Págs. 38-39).
Cada día me hacía el propósito de no volver a pisar los bares de Mimoun, donde me rodeaba de gente que no me gustaba y que incluso empezaba a provocarme un sentimiento que se parecía mucho al miedo. Sin embargo, al atardecer, no soportaba quedarme en casa, mientras las sombras de la ventana se iban alargando sobre las paredes y la luz se volvía más frágil, como de vidrio. pensaba, entonces, que acababa de perder un nuevo día. No hubiese sabido explicarle a nadie en qué habían de distinguirse esos días perdidos de otros que podrían ganarse, pero allí, en la Creuse, una vez que Rachida se había ido, empezaba a sentirme acobardado. (Págs. 62-63)
También la ciudad parecía dormir el letargo de una larga borrachera. El polvo y el calor lo cubrían todo en aquellos últimos días del estío. Las plantas del jardín se habían agostado, y todo estaba seco y amarillo. Era como si el desierto hubiese ido cayendo imperceptiblemente sobre nosotros, traído por el aire ardiente, y hubiera acabado por ocuparlo todo sin que nos diésemos cuenta. Una niebla sucia cubría la mole del Bou Iblan, que ya no era azul y acuática como en la pasada primavera, sino rojiza y de fuego, en los interminables atardeceres. Cuando estalló la primera tormenta, aquel polvo que había estado flotando por todas partes se endureció y recubrió como un maquillaje las plantas enfermas y las casas. (Pág. 123)
Esta obra, narrada en primera persona, así pues, con la consiguiente visión subjetiva y limitada, nos conduce por un Marruecos agreste, semirrural, alcohólico, en el que el extranjero no puede sino sobrevivir entre la doblez y la mezquindad de los nativos, que parecen que solo emplean su tiempo en la bebida y en el folleteo clandestino, y clandestino y de pago cuando es con una mujer. En resumen, un cuadro desolador de una ciudad de provincias marroquí, una atmósfera más que sofocante que empapa de angustia toda actividad humana. Los diálogos están bien insertos en las escenas y el idiolecto de Chirbes, en el que mezcla extranjerismos con párrafos en francés sin traducir, resulta natural, sin florituras pero sin aridez, y con momentos de indudable brillantez.
Para terminar, Mimoun es de esas obras que suscitan el mejor elogio que podría hacerse a un escritor primerizo, como es el caso de este Chirbes de 1988: te animan a leer sus siguientes novelas.
POLILLAS AL ANOCHECER-RADIO GUINIGUADA
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