domingo, 8 de mayo de 2022

'Cazadores de beatniks', de Dani Ortiz

Así es el Polillas y yo: estamos dos, casi tres semanas sin reseña, preñando de inquietud y angustia el mundillo literario cuando, sin previo aviso, henos aquí de nuevo con otra. Qué desenfreno y qué desparrame de talento, digo yo. Si la semana pasada nos metimos de lleno con una notable novela, Mimoun, del primer Rafael Chirbes, en esta ocasión le toca a una creación peculiar, sobre todo para el empalago autorreferencial que se estila por estos pagos, del autor y editor Dani Ortiz.

Autor y editor cuya obra y editorial desconocía yo por completo. Lo que, más allá de mi ignorancia, me hace preguntar sobre el eterno asunto este de la visibilidad mediática, por la que algunos/as autores/as parecen estar eternamente presentes, atosigándonos con su ubicua presencia, por muchas obviedades o insensateces profieran, y otros, como en este caso mucho más interesantes, apenas llegan al gran público. Quizá, ni siquiera al pequeño público, más selectivo o más despistado. Como ya hemos hablado y escrito hasta el hartazgo del papelón de los suplementos culturales y de esa especie -el/la periodista cultural-, antaño prestigiosa, hoy más devaluada que la moneda de Zimbabue, con esa aniquiladora capacidad de producir artículos que oscilan entre el elogio más vergonzoso y el sopor más aplastante, no incidiré en el asunto.

Eso sí, nosotros algo de culpa tenemos en esta situación. Como el cilicio ya no está de moda, y no todo va a ser mortificar la carne, estaría bien, por lo menos, no aceptar las monedas falsas de la cultura que provienen del entramado empresarial predominante o de la clase política, cuyos representantes siempre quieren rescatarnos de nosotros mismos, cuando no regenerar los barrios o situarnos en el mapa mundial de la última gilipollez. Siempre digo lo mismo, desconfíen de todo y de todos, acepten solo sus propios juicios, y reflexionen críticamente, incluyéndoles a ustedes mismos. 



Volviendo a esta novela, titulada Cazadores de beatniks... Ahora bien, no sé si es una novela o más bien una sucesión fulgurante, un flujo ininterrumpido, de pensamientos que narran los viajes de una pareja de editores/asesinos o lo que sea que atraviesan los Estados Unidos de parte a parte y luego cruzan México y llegan hasta Guatemala. Y no paran, claro. La verdad es que, a estas alturas, cualquiera se va a poner a ahora a definir la literatura en cualquiera de sus manifestaciones, y menos la novela, tan proteica. Baste decir, al menos eso es lo que yo me digo, que hay personajes, hay diálogos y mucha descripción. Añadan a eso que la exuberancia verbal que muestra Dani Ortiz es sobresaliente, a veces, simplemente asombrosa.

A este respecto, casi no hay párrafo sin referencias literarias o musicales, tanto de forma expresa como en guiños solo apreciados por quienes conozcan aquellas. Lo bueno es que no suscita esa impresión penosa de otros/as autores/as, ansiosos/as por un reconocimiento de cultura que no deberían necesitar y, menos, mendigar. Aquí estas referencias (no solo sobre el fenómeno beatnik) vienen a cuento, están bien insertadas, y aunque sesgadas, porque no hay visión subjetiva que no lo sea, las estampas norteamericanas (o mexicanas, argentinas, etc.) son potentes, a veces desoladoras, a veces coloridas, con comparaciones y metáforas brillantes en muchos casos.


Jazz, Demon Piquer pululando en los prostíbulos de Storyville, su historia contada por él, luego Willy de Ville: remembranzas de los alrededores de la Hamburg Hauptbanhoff bailando Demasiado Corazon con una prostituta que me doblaba la edad, albercas al caer el sol, canciones de Fleetwook Mac en Canal, Tony, nuestro hobo angelical durmiendo la mona en un portal oscuro, misión cumplida. El bullicio de Bourbon Street, el espectáculo de ver la estatua de Louis Armstrong atada con cuerdas en Congo Square, las tardes estrelladas en las terrazas del Marigny, gringas enseñando las tetas por un par de collares fuera de fecha. Dixieland, la falta de respeto a Dixieland, la luna llena sobre Algiers, ojos brillando en las aguas al llegar la medianoche, el Laffayette, y un último bloody mary en Esplanade, donde el cuarto oscuro con vídeos de Paula Abdul. ¿Pero qué habéis hecho con el jazz, insensatos? (Pág. 47)


Nopales a los lados, serpiente asfaltada hacia el Atlántico, un bus mitológico, como a mí me gusta, leyendo cosas que ese enorme editor tuvo a bien decir de uno de nuestros héroes submundiales, R.B., no cuesta imaginarlo a bordo de uno de estos camiones camino a Sonora, escribiendo al tiro poemas en un cuaderno cuántico de tapas mohosas. Ondea la tricolor en el peaje, un federal con la mano en automático invita a seguir derecho a Guanajuanato. Luca enfrascada en su crisálida de tricora, emocionada, tarareando sabinadas. Recuperadas las alas, rodamos junto a cunetas de cementerios despoblados, fábricas de cemento bajo los cielos de México, dolientes de dicha, en pos de más leyenda, reverenciando calzadas y cruces: León, Aguas Calientes, Puerto Vallarta, saludando camiones de cabinas en llamas, todos esos carros de fuego rumbo a la frontera. Vuelvo la cabeza para conocer los rostros de los viajeros, ancianas soñadoras tejiendo frazadas para nietas que duermen en lechos de pasta base, mujeres que tejen una mortaja gigante donde cobijar a toda Juárez para que después amanuenses oficiales se presten a manchar con letras encendidas esas tumbas olvidadas juanto a un lamentable muro. Viejas de maíz; alguien la vio, dicen, volver de entre los muertos con un morral repleto de salvación, María Sabina, the one and lonely, chamana de los cerros meridionales. (Pág. 111)


Vinimos a Comala para descubrir que Nelson Mandela se había apagado en su casa de Johannesburgo. Oscurece sobre la plaza, media luna en el firme celeste y los muertos salen a bailar para honrar a la Virgencita mientras Luca y yo lloramos incrédulos de esta primera noche en el mundo sin Mandela. Orfandad, viajeros sin padre, por eso tal vez recalamos aquí, en las tierras calientes de Juan Rulfo, donde los volcanes escupen para refrigerar el infierno bajo nuestros pies. Comala, diciembre largo como las calles de este pueblo blanco encajonado en un pasado fantasmal, puede que llorando con un incómodo feeling bipolar por razones que no vienen del todo a cuento. Otro volcán de fuego a lo lejos nos arroja a la cara el humo de sus caladas telúricas. (Pág. 151)


Podría decir que es el estilo, esa forma de contar lo que eleva a esta novela por encima de lo normal. No hay una historia perfectamente delimitada, sino un vagabundeo planetario sostenido por intenciones más o menos nebulosas de los protagonistas, esta pareja tan loca. Hay que añadir que es de esas historias cuyo transcurrir no me lo imagino de otra manera que la plasmada por Dani Ortiz. Esta indisolubilidad entre forma y contenido (por hablar así) es para mí muestra de su calidad.

Si hay algo que me sobra, por escribir algo negativo, es la episódica caracterización de esta pareja como killers, en plan Asesinos natos. No solo me sobra, sino que me parece del todo desacertada la mención a acabar con la vida de tal objetivo a recordar el perpetramiento de tal asesinato porque tal persona les caía mal, etc. Si solo fueran fantasías de aniquilamiento o destrucción con el fin de encuadrar mentalmente a los personajes, me parecerían hasta correctas, pero... En fin, creo que ahí le falta un poco de esa imaginación de la que está sobrada el resto de esta obra. También puede llegar a fatigar el torrente de información y el ritmo de la narración, que casi no ofrecen descanso al lector. En este sentido, no es una obra para leer del tirón. Esto no es negativo, per se.

No obstante este último párrafo, me parece una obra muy por encima de la media, no solo canaria, sino española, en general. Si esto no quiere decir mucho, añadiría que es lo más singular que he leído en la literatura últimamente, y que bien merece que le echen un vistazo. Ya me contarán.


POLILLAS AL ANOCHECER-RADIO GUINIGUADA


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