jueves, 11 de noviembre de 2021

'El último viaje del Valbanera', de Carlos González Sosa

Escribiéndoles con un enfoque egoísta, absolutamente centrado en mis intereses, filias y fobias como reseñador, abogo por la implantación de la renta básica YA, sin más dilación. Para cualquier actividad en la que se empeñe el ser humano, deben darse sus condiciones de posibilidad. En el caso de la literatura, actividad no productiva por excelencia, se requiere que el/la escritor/a tenga solventadas sus necesidades básicas para que pueda dedicarse a escribir. En eso, al menos, estaremos de acuerdo. Para ello, es común que simultanee su oficio de escritor/a (o artista en cualquier ámbito) con otro que le permita mantenerse a sí mismo/a y, en ocasiones, a otros/as. A veces, este trabajo está relacionado, aun de forma tangencial, con la escritura/arte: columnista de opinión, periodista (cultural o no), reseñador, traductor, editor, etc. En otras ocasiones, no tiene nada que ver: hay numerosos ejemplos de personas que intentan compatibilizar su actividad literaria con la condición de funcionarios/as en distintas escalas y administraciones, médicos/as, ingenieros/as, etc., profesiones liberales, por no hablar de currantes en empleos de todo tipo, a cuál más embrutecedor (me viene a la cabeza ahora mismo Joseph Pontus y su Desde la línea). Nada que no se sepa, y que forma parte del camino de formación y maduración (y sufrimiento) vitales y literarios de numerosos/as autores/as.

No obstante lo cual, abogo porque se les dé una renta básica a los escritores y escritoras (igual que para todo el mundo, pero esto es una cuestión política y económica que ya han tratado otros/as, como Daniel Raventós, quien ha escrito varias obras al respecto) porque pocas cosas hay más empalagosas a la vista que un/a artista agradeciendo a las instituciones públicas su subvención, beca, sinecura, intercambio, o invitación a una charla, jornada, festival o iniciativa cultural que sea (o no cultural, mientras aflojen las perras...). A veces, el grado de inclinación de la cerviz llega a tal punto que la genuflexión se convierte, de manera casi imperceptible, en decúbito prono.

Por un lado, lo entiendo: parece que el/la escritor/a tiene ante sí un camino en el que no es ni mucho menos suficiente el talento. O el talento y el trabajo duro. El mercado potencial canario (que diferencio del peninsular o del barcelonés-madrileño) o, para expresarlo en términos menos economicistas, el público lector potencial local, es muy reducido. Es imposible  que un escritor pueda ganarse la vida vendiendo libros solo en el Archipiélago. En el mercado español, por simple cuestión numérica, sí, pero solo para los superventas de perfil menos intelectual o artístico que de entretenimiento. También, aquellos pocos por los que las grandes editoriales con sus contactos mediáticos (y su presupuesto en publicidad) apuestan hasta el hartazgo por tierra, mar y aire. No obstante, incluso las estrellas más radiantes del firmamento literario español (pónganle el nombre que les apetezca) necesitan, por lo general, complementar los ingresos provenientes de la venta de sus libros con otras actividades, como las columnas de crítica de costumbres en suplementos y revistas de variado jaez, por no hablar de la necesidad permanente de estar en el espacio público, aun careciendo de un equipaje intelectual digno de interés.

Es por ello por lo que la aportación de las instituciones públicas se revela, para los/as escritores/as de riqueza media, baja o inexistente, fundamental tanto para seguir en la brega literaria como para no convertir su vida en mera supervivencia. Esto lleva aparejada, con gran probabilidad estadística, la posibilidad de convertirse en un/a artista presto a escuchar las sugerencias de funcionarios y políticos de dichas instituciones. También, el surgimiento de preguntas terribles como: "¿Esto molestará a alguien?". Donde hay dinero público se genera, casi de modo inevitable, clientelismo. Al igual que donde hay dinero privado (pienso en el arte) hay manipulación y censura descarnada. ¿Qué escritor o escritora va a criticar a la institución que convoca un concurso literario o que abre plazo de inscripción para unas becas, o que le propone participar en unas jornadas en la Casa Colón, pongamos por caso? Es más, podríamos incluso suponer que nuestro escritor/a imaginario/a ni siquiera sería capaz de pergeñar una crítica, si tal cosa se le ocurriera, sistémica. Es decir, ¿se plantearía con seriedad abordar una reflexión crítica/amarga/acerba/radical respecto de esa misma sociedad que políticamente se sostiene o se canaliza con esas instituciones que podrían de repente otorgarles protagonismo en el espacio público? 

Las instituciones de cualquier ámbito administrativo, sobre todo las que están coyunturalmente dirigidas por partidos que se denominan a sí mismos progresistas, permiten, aunque solo sea por imagen, cierto espacio para la crítica, pero está por ver que admitieran, no digo premiaran, una obra literaria que los pusiera radicalmente en cuestión, tanto en su fundamento y actuaciones como en sus resultados. Por eso pienso que el escritor o escritora reciben o asumen una dosis de mansedumbre cada vez que optan a un premio de las instituciones, qué decir si lo reciben. Pero también estoy seguro de que en la mayoría de los casos desearían no haber recibido ni la una ni el otro, pero que la necesidad obliga: la autonomía de acción y la independencia de pensamiento no sirven para alimentarse ni para cobijarse. Además, con frecuencia se tiene la desasosegante sensación de que la sociedad está más predispuesta a olvidar las actuaciones deshonrosas y mezquinas antes que a reconocer el valor de la libertad y del coraje.

Pero vayamos ya a lo nuestro:




El último viaje del Valbanera, del escritor grancanario Carlos González Sosa, parte de la premisa de que el público lector es conocedor de la tragedia marítima que se va a relatar. Premisa que, al menos en mi caso (llámenme ignorante) no se cumple. En todo caso, desde el principio, por si no estaba claro, el autor nos revela toda una serie de avisos ominosos sobre el futuro del barco, desde el error de rotulación hasta la caída de un ancla justo antes de zarpar en su última travesía. Para ir haciendo cuerpo.

Mediante el recurso de un narrador interpuesto, un limpiabotas (que cuenta la historia a Alberto, un canario que llegó a Cuba de niño), Carlos González Sosa (popular escritor por su serie de novelas juveniles sobre la conquista castellana de Canarias) nos relata el viaje del Valbanera desde Gran Canaria hasta su fatídico hundimiento. Tanto la narración-marco como la del limpiabotas subsumida en él están escritas en tercera persona. En el primer caso, como narrador limitado a las sensaciones y vivencias del protagonista, y, en el segundo, un narrador omnisciente. Esto implica un problema grave lógico, si no de verosimilitud, pues, si tal como sabremos casi al final, el limpiabotas no formaba parte del pasaje, ¿cómo es posible que su narración sea omnisciente? En otras palabras, ¿cómo puede contar lo que no podía saber? Habría sido posible contar una historia desde otro ángulo, a base de amalgamar diferentes relatos de aquellos pasajeros que se bajaron en Santiago e informaciones periodísticas, por ejemplo, pero no, desde luego, con el que se cuenta la historia, en la que incluso se nos relata las decisiones del capitán y sus últimos momentos.

Además, y aquí no revelaré nada que pueda perjudicar la sorpresa, uno de los momentos más emocionantes de la novela, en el que se produce una suerte de anagnórisis, resulta ser, también, lógicamente inconsistente, a poco que uno se pare a pensarlo. Estos errores no son nimios, pues denotan una deficiente reflexión sobre la forma de abordar la narración y, sin duda, si uno es consciente, rebajan la emotividad que pretendía transmitir el escritor y, en su caso, la consiguiente catarsis.

Por otro lado, echo de menos, quizá por mi sesgo a hacer una lectura sociológica de las novelas, una presencia mayor, tal vez una explicación, de las causas que motivaron la hambruna y la posterior emigración; el bloqueo alemán en la I Guerra Mundial, unido, tal vez, a la estructura de la propiedad y la distribución de la riqueza, y la desigualdad extrema. No basta con decir, al menos para mí, que la hambruna y la guerra de África, fueron los motivos por los que miles de canarios emigraron. Es una manera de concebirlos como fenómenos naturales contra los que no cabe rebelión ni resistencia, y si los hubiera habido, ocultar su represión y castigo. Está muy bien hablar de los migraciones de canarios y, en su caso, compararlas con las que se producen en la actualidad de África a Canarias y a Europa, pero mejor sería aún si se hablase y escribiese de las causas económicas subyacentes a dichas migraciones. El único síntoma lo veo en la escena en la que unos guardias civiles arrestan y golpean sin piedad a un pasajero justo antes de que parta el Valbanera.

Tampoco la novela ofrece desafíos lingüísticos: está construida a base de mucho diálogo y con abundancia de párrafos cortos, a veces saldados con un par de frases. El vocabulario tampoco ofrece grandes dificultades. Eso contribuye a que se lea con suma facilidad y, sin duda, no aburra. Es posible acabarla en un par de sesiones de lectura no demasiado extensas, a pesar de sus 190 páginas. 


Había descubierto una ciudad hermosa, de preciosos edificios históricos, rebosante de cultura, de actos sociales, de vida. Una ciudad que inspiraba a los más virtuosos músicos en cada rincón. 

Y, sin embargo, se sentía solo. Siempre se había sentido solo en Cuba, pese al calor de la gente, a lo bien que lo habían acogido. Por alguna razón, él no había sabido adaptarse como los demás. Echaba de menos aquel lugar del que provenía, aquel lugar del que ni siquiera tenía ya recuerdo. 

Entonces se acordó del limpiabotas. Su historia lo había cautivado. Era su gente, al fin y al cabo, la que poblaba aquel relato. 

Sin dudarlo, se puso en pie, cogió su sombrero y abandonó la habitación. 

Cuando salió del hostal, la tarde agonizaba. El cielo se vestía de púrpura, y el aire había refrescado. 

Con pasos prestos, recorrió El Malecón, casi sin prestar atención al hecho de que cada metro de aquella magnífica avenida le ofrecía algo diferente, algo único e irrepetible: músicos, pintores, caricaturistas, parejas de enamorados, bohemios, poetas... (Pág. 38) 


Aquella noche dejó de llover. El viento se llevó las nubes y las estrellas plagaron un cielo alto y callado. Una luna mora lucía en las alturas como la hoja de una inmensa guadaña. 

Alberto se compró un bocadillo y salió a pasear bajo aquellas estrellas. Recorrió calles estrechas cuyo adoquinado aún estaba mojado, paseó junto a algunos edificios emblemáticos de La Habana y finalmente terminó en El Malecón, una vez más. 

Había parejas aquí y allá, gente paseando y algún músico furtivo. 

Desde lejos pudo verlo. Aquel hombre seguía allí, de pie, mirando hacia el mar, como un alma en pena. A sus pies había dos gatos, dando vueltas a su alrededor, buscando sus caricias. Alguien se acercó, le cogió la mano, le puso un cartucho con algo de comida en ella, y se la cerró, para cuando regresase de su inconsciencia, de su enajenación. (Pág. 74)


En aquellos momentos, su esposa se dio cuenta de que un pasajero les miraba de reojo. Tenía dos hijos que no apartaban las cabezas de sendos baldes, en los que no habían dejado de vomitar. Le pareció indecoroso hablar directamente con él, por lo que hizo señas a Manuel. 

-Pobres niños. Se les ve muy débiles. Vamos, pregúntales si quieren. 

Su esposo se levantó y se acercó a ellos. 

-Muy buenas tardes -saludó-. ¿Les apetecería un poco de caldo? Le aseguro que mi mujer tiene mano de santa con estos bebedizos. Ninguno hemos mareado lo más mínimo en lo que va de viaje. 

El padre miró a sus dos hijos y se encogió de hombros, aceptando. Posiblemente, si hubiese estado solo, habría declinado la oferta, por pudor, pero en aquellos momentos primaba la salud de los pequeños, y hacía días que no dejaban de vomitar todo lo que comían. Lo necesitaban. 

-Se lo agradecería. Con un poco para mis hijos será suficiente. 

-¡Nada de eso! -contestó Manuel, con talante jovial-. ¡María, tenemos invitados! 

Los tres se acercaron con cierto recato. 

-Se lo agradezco, señora -dijo el hombre cuando le pasaron el primer tazón, que entregó a uno de sus hijos. 

-Bastante duro es pasar tantos días aquí abajo, como para estar encima en ese estado -protestó la mujer-. Vamos a ver si lo remediamos. 

-¿Viajan... solos? 

Al hombre no se le pasó por alto lo que encerraba aquella pregunta. 

-Sí. Mi mujer está ya en Cuba. Se fue con su hermano. Nos están esperando. (Págs 91-92) 


Asimismo, no se puede pasar por alto que los personajes son bastante planos. Todos, menos un secundario (el niño Héctor) son amorosos, honrados y sufridos, lo que, aun en el mejor de los casos, pasa por alto numerosas peculiaridades de la naturaleza humana, y más en las condiciones de hacinamiento de los pasajeros en clase Emigrante en el que transcurre la acción dentro del barco. A este respecto, tampoco hay choque de clases sociales dentro del buque. Podríamos pensar que González Sosa prefiere orillarlo por su posible similitud con otras narraciones (sin ir más lejos, le película Titanic) y haya decidido centrarse solo en los personajes de extracción social humilde. A este respecto, el autor los idealiza e hipostasia aquellas características que he señalado al principio del párrafo.

Es en este sentido en el que noto una carencia importante de esta novela, la falta de evolución o regresión, de progreso o de degeneración de los personajes: no hay indagación moral ni cuestionamiento, sino un buenismo general amparado por la perspectiva siempre optimista de un futuro radicado en el destino cubano. A este respecto me pregunto (motivado también por mi falta de conocimiento de la Cuba de aquella época) si este optimismo estuvo siempre justificado. Sí que nos encontramos con personajes pobres, como el mismo limpiabotas que cuenta la historia a Alberto, o una mendiga de la que éste se compadece, pero no hay cuestionamiento alguno al respecto. Es posible que el autor piense que la sola mención es suficiente, e innecesario ahondar más, pues conduciría, quizá, a una moralización extraña a la historia.

EN DEFINITIVA, una novela que quizá en la mente del autor aspiraba a ser un (o el) relato trágico y emocionante de la emigración canaria, ejemplificada o corporeizada en el trágico naufragio del Valbanera, pero que se queda en un relato algo simple de un suceso aislado. La falta de una explicación del contexto social y económico de Canarias y de Cuba y, sobre todo, el carácter unidimensional de los personajes hacen que se quede en un mero relato entretenido, pero poco sustancioso, destinado, aun sin que ese fuera su propósito, a un público sin grandes exigencias.



POLILLAS AL ANOCHECER EN RADIO GUINIGUADA



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