En esas fantasías semiinconscientes previas a la siesta, imagino una revista cultural escrita sólo a base de reseñas: reseñas de novelas, reseñas de poesía, reseñas de instalaciones, reseñas de pinturas, reseñas de arquitectura, reseñas de escultura... Incluso reseñas de conferencias (esta idea es de Javier Moreno) y, por qué no, reseñas de reseñas. Esto último, la verdad sea dicha, lo practico con cierta frecuencia, aunque tal vez menos de lo que resultaría necesario, tal es el nivel de degradación y postración en el que lleva sumida la crítica literaria (y las reseñas y las impresiones de lectura), por lo general, en nuestro país y en nuestra Comunidad.
De hecho, ya hace casi cuatro años fue la lectura de una reseña de aquella pésima novelita de González Déniz titulada El tren delantero la que me proporcionó el impulso definitivo para crear este blog. Hago hincapié en que fue la reseña, y no la novela, la que suscitó la indignación. Una novela puede ser mejor o peor, más o menos deplorable, más o menos pasable. A veces, incluso buena. Lo que no tiene un pase, ni informativa ni moralmente, es la reseña amical, maravillosista, buenrollista, de favor, de intercambio de dones o mercantil, que se resume en mentir al público lector y en callar lo que se debería decir.
Esta postura ya la conocen de sobra los seguidores/as del blog, y por ello no solo critico las creaciones literarias, sino que procuro incluir también a los/as reseñadores/as, con nombre y apellidos y los medios en que publican. De todos modos, soy consciente de que el campo cultural está estructurado de tal modo que es casi imposible que se pueda ejercer la crítica honesta de manera continuada. Aun así, hasta hoy, era de mal gusto criticar al que ejerce mal su labor: reseñadores de ocasión, escritores/as más o menos aturdidos/as o periodistas culturales tenían patente de corso para su adulación sin fundamento.
A este respecto, me viene a la memoria el reto que le planteaba Sócrates a su joven interlocutor Menéxeno, en el diálogo homónimo de Platón, en el que le aseguraba ser capaz de componer sobre la marcha un discurso fúnebre recordando fragmentos de otros ya recitados. En este sentido, me veo perfectamente capaz de escribir una reseña empalagosa de esas que vemos con frecuencia en periódicos y cuadernillos culturales sin leer siquiera la obra a la que aluda. Sospecho, por otro lado, que esa es una práctica habitual, por vergonzosa que sea, de nuestros hagiógrafos y maravillosistas de la cultura.
En otro orden de cosas, González Déniz ha sacado novela, lo que será motivo de alegría para deudos y allegados. Leyendo la reseña de Felipe García Landín en el Canarias7, Emilio González Déniz ha vuelto a relucir maestría y magisterio, cómo no. Alexis Ravelo, también ha publicado. En su caso, estoy tentado de pensar que es una especie de manía, porque no acabamos de leer una novela (si tal fuera el caso) cuando ya nos ofrece la siguiente. No obstante, no llega a la producción estajanovista de Santiago Gil, quien a veces da la impresión de que publica más que escribe. Respecto de la novela de Ravelo, no he leído nada al respecto aún, pero imagino que no tardarán en volver a calificarlo de "maestro" o una tontada de esas.
Fantaseo, sin llegar a anhelarlo, con que tamaña dedicación se vea recompensada en todos los casos por el Premio Canarias de Literatura: se merecen los unos al otro.
Cráneos previlegiados.
Sin embargo, todo no va a ser tristeza, ira o indignación en la casa del reseñador. Con frecuencia, más de lo que da a entender, lee buenas novelas, como podrán comprobar Vds. mismos si repasan el historial de lecturas del Polillas. En especial, cuando ya cuenta con precedentes, como es el caso de la obra de Thomas Bernhard. Hoy, sin ir más lejos, comparto la lectura de Hormigón.
Esta es una novela de reducida extensión, de unas 103 páginas, pero tan reconcentrada, tan densa, tan bernhardiana que vale por una del doble, o por un millón de microrrelatos, tan de moda en los últimos tiempos, a tenor de los concursos literarios que los reclaman. En todo caso, no es de longitud ni de grosor de lo que vengo a hablar aquí, sino de esa capacidad del escritor austriaco de ir roturando el campo alrededor de las obsesiones y anhelos del protagonista. Una roturación lenta, profunda y constante con la que todo el terreno moral del protagonista se ve penetrado por el arado indagador del novelista. Mirado así, no sé si mi reflexión es más agrícola que sexual o viceversa.
En Hormigón, a poco que la lean con atención, verán temas y motivos que se desarrollarán más tarde en esa novela superior que es Tala, que sigue impresionándome. Imagino, creo que lo he dicho en alguna ocasión, que Bernhard es mal ejemplo para el aprendiz de escritor. Igual que Borges, con el que no tiene nada que ver. Ambos, sin embargo, hacen surgir el lado más mimético del lector que pretenda escribir, y por tanto su sombra cipresca (ahora que estamos conmemorando a Miguel Delibes) es demasiado acogedora, por mucho que las divagaciones y obsesiones del protagonista no inviten al descanso ni a la relajación, ni mucho menos.
Hagámonos cargo de que su prosa, traducida aquí por Miguel Sáenz, es repetitiva, masiva, gravitatoria, centrípeta y machacona, y al mismo tiempo, por todo eso, fascinante, con un ritmo implacable, quizá difícil de aprehender en muchas ocasiones. Una prosa difícil, es cierto, pero es posible que ciertas cosas no puedan expresarse de otro modo. El resultado sigue siendo demoledor.
Toda publicación es una tontería, y prueba de un desagradable rasgo de carácter. Editar la inteligencia es el más vergonzoso de los crímenes y yo no he vacilado en cometer varias veces ese crimen, el más vergonzoso de todos. Al fin y al cabo, ni siquiera fue la grosera necesidad de comunicarme, porque nunca he querido comunicar nada a nadie, con eso no tenía ninguna relación, fueron simples ansias de gloria y nada más. Qué suerte no haber editado Nietzsche y Schönberg, por no hablar de Reger, no me lo perdonaría. Si ya los otros miles y cientos de miles de escritos publicados me asquean, los propios me asquean de la forma más horrible. Pero no escapamos a la vanidad, a las ansias de gloria, entramos en ella, como si la necesitáramos, con la cabeza muy alta, aunque sabemos que nuestra forma de actuar es imperdonable y perversa. (Pág. 38)
Tener que seguir asqueándome de un desayuno hecho por mí mismo a otro desayuno, de una cena hecha por mí mismo a otra cena, de una decepción meteorológica a otra decepción. Tener que leer diariamente los periódicos y su porquería política local, su obtusa suciedad política y económica y ensayística. No poder sustraerme a esos periódicos y a sus asquerosos productos, porque, por otra parte, tengo que devorar diariamente con gran ansia esa suciedad de los periódicos, como si padeciera francamente una perversa gula periodística. No poder sustraerme en absoluto, aunque tenga la voluntad para ello, realmente la voluntad de sobrevivir, a todas esas suciedades públicas y publicadas, porque no puedo sustraerme a esa gula de ellas, a todas esas perversas historias de terror de la Ballhausplatz, donde un Canciller que se ha convertido en un peligro público da a sus idiotas de Ministros órdenes que son igualmente un peligro público. (Pág.71)
Los amigos de antes, o están muertos y han vivido una vida infeliz, se han vuelto locos antes de morir, o viven en alguna parte y no me interesan ya. Todos se han quedado atascados en sus ideas y, entretanto, se han hecho viejos, y en el fondo, aunque, como me consta, se debatan furiosamente aquí o allá, han renunciado. Si nos los encontramos, hablan como si no hubiera pasado el tiempo en los últimos decenios y hablan por lo tanto en el vacío. Hubo un tiempo en que realmente cultivé mis amistades, como suele decirse. Pero todo eso se rompió en algún momento y, prescindiendo de que, de cuando en cuando, leo en los periódicos algo de éste o de aquél, a los que en otro tiempo consideraba indispensables, alguna tontería, alguna insulsez, no sé ya nada de ellos. Casi todos han fundado una familia, como suele decirse, han hecho sus negocios y se han construido casas y han tratado de asegurarse por todas partes y, con el transcurso del tiempo, se han vuelto carentes de interés. No los veo ya y, si los veo, no tenemos nada más que decirnos. Uno insiste ininterrumpidamente en que es artista, otro, científico, un tercero, comerciante de éxito, y eso me pone ya malo, sólo con verlos y mucho antes aún de que abran la boca, de la que sólo brotan cosas triviales y, una y otra vez, sólo leídas y ninguna propia. (Pág. 92)
En manos de escritores/as menos dotados/as, o con menos oficio, todo podría haberse convertido en cháchara y verborrea yoísta, carente, por tanto, del menor interés. El talento, o lo que quiera que sea que Bernhard posee, lo transmuta en introspección valiosa, en espejo en el que en menor o mayor medida nos vemos y, me temo, nos rechazamos. El protagonista de la novela nos sumerge en las contradicciones y crueldades en las que recaemos una y otra vez. Eso, teniendo en cuenta que muy poca gente podría identificarse en modo alguno con él, atendiendo a sus características socioeconómicas o morales. No hay manera de salir indemne de la lectura de las obras de este escritor, ni siquiera esbozando una sonrisa de suficiencia.
En fin, diga Bernhard y diga horror a los puntos y aparte, diga hostilidad a los puntos y seguido; diga amor por las comas y las oraciones complejas y extensas. Diga discurso vitriólico, diga exceso e ira. Podría pensarse que el personaje público no era tan libertario, ni mucho menos, y que gustaba de recibir premios y honores de aquellas autoridades e instituciones que tanto decía detestar. Puede ser, pero no creo que importe demasiado a la hora de juzgar su literatura, que expresa el malestar de una generación del Estado de Bienestar centroeuropeo tanto como puede expresarlo ahora para los que solo hemos vivido sus restos, de entre los cuales parecen haber resurgido la intolerancia y el autoritarismo sin complejos.
Sigamos adelante.
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