martes, 24 de octubre de 2017

'Cazadores en la nieve', de Tobias Wolff

Son días mustios, sin duda, salvo en esos espacios de fantasía y realismo mágico que son las redacciones de los medios de comunicación. No hay nada como una buena catástrofe natural o una crisis independentista para animar el cotarro y sentirse periodista, aunque sea a tiempo parcial. La irresponsabilidad de los medios de comunicación y la de los políticos es pareja a su desenvoltura en crear problemas que después son incapaces de resolver. Por no hablar del/la columnista de a diario que igual nos sermonea sobre la obligación moral de pagar la deuda nacional como la necesidad de aplicar (o no) el artículo 155 en Cataluña o de lo mal que juega la U.D. Las Palmas. Son los columnistas hermeneutas de sí mismos. Transversalidad y polifacetismo, puede ser... O despreocupación y desvergüenza. Elijan Vds.
Por otro lado, el mundillo literario canario parece haberse calmado un poco, a la espera de la próxima presentación de la enésima nueva novela negra o del inminente inicio de otro festival de novela negra. Esa calma significa, en un mundo editorial ávido de presentarnos obras necesarias, la reedición (con nuevo prólogo) de obras antiguas y, a la par, la glorificación de algún autor difunto, como es el caso de Félix Francisco Casanova, al que periódicamente se nos presenta como el Rimbaud canario y cosas así, o también, en un plano más internacional, de Roberto Bolaño, que a tenor de la publicación de sus inéditos post-mortem va camino de convertirse en el autor más prolífico de la literatura en español durante mucho tiempo y parte del siguiente.

En fin, a la espera de nuevos blancos para la crítica, hoy toca Cazadores en la nieve, un libro actual de 1981, de Tobias Wolff.






Es un lugar ya común la subestimación de los cuentos. Paradójicamente, también, la sobrevaloración. Quizá el quid de la cuestión radique en la falta de necesidad de establecer un juicio sobre un género que sólo puede definirse por el número de páginas y en comparación con narraciones que tienen más: la novela. Sin necesidad de volver a poner por escrito una relación de escritores que hicieron del cuento apoteosis literarias, el prejuicio se revela como una cuestión personal que poco tiene que ver con su potencial calidad artística. Exactamente lo mismo que cuando suspiramos de pesadumbre al enfrentarnos a una novela de 600 páginas. La impaciencia por la brevedad del cuento o la angustia ante el mamotreto novelístico deberían desaparecer inmediatamente ante el placer que suscita y el conocimiento que se adquiere ante una obra bien escrita.

Pues bien, Cazadores en la nieve es un conjunto de relatos, y ese placer al que acabamos de aludir lo encontramos en varios, aun con errores de traducción o estilo que aparecen aquí y allá. Este tipo de cuentos viene bien para enseñar comedimiento a esos autores que confunden verborrea con contenido, profundidad con moralina e innovaciones con estupideces. También, cómo no, los diálogos. A todos estos autores/as que hemos venido criticando durante este último año les vendría bien leer a autores que sepan escribir diálogos verosímiles. Creo que es sencillo el método: lees buenos diálogos y luego piensas por qué parecen buenos. Por qué los personajes no parecen idiotas cuando hablan. Intentas imitar esas sensaciones que te producen: te fijas en las palabras, en el ritmo, en la extensión. También te fijas de qué hablan. Las pausas. Las cosas que se dejan sin decir, pero que se insinúan. Cuestión de estudio, esfuerzo y perseverancia. También, talento. A este respecto, Tobias Wolf aprueba: sabe escribir diálogos, sin duda. Se pone profundo a veces, pero no nos da un curso de filosofía de todo a un euro. En otras ocasiones, aflora el humor, y no nos produce vergüenza ajena, sino regocijo. Son características que no son específicas de Wolff, sino de cualquier cuentista o novelista de calidad.

(...) Tub se calentó las manos sobre la estufa mientras Frank entraba en la cocina para llamar por teléfono. El hombre que les había abierto la puerta se quedó de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. 
-Mi amigo mató a su perro -dijo Tub. 
El hombre asintió sin moverse. 
-Debería haberlo hecho yo. Pero no fui capaz. 
-Quería tanto a ese perro -dijo la mujer. El niño se removió y ella lo meció. 
-¿Le pidió usted que lo hiciera? -preguntó Tub-. ¿Le pidió usted que matara al perro? 
-Era viejo y estaba enfermo. Ya no podía masticar la comida. Lo hubiera hecho yo mismo pero no tengo escopeta. 
-De todas maneras, no hubieras podido -dijo la mujer-. Ni en un millón de años. 
El hombre se encogió de hombros.

(De Cazadores en la nieve)


-¿Sabes? -dijo ella-. Tenía la sensación de que te vería esta noche, aquí o en la lectura de poemas. 
-No sabía que hubiera una -dijo Brooke-. ¿Quién es el poeta? 
-Francis X. Dillon. ¿Es amigo tuyo? 
-No. ¿Por qué me lo preguntas? 
-Bueno, como los dos sois escritores... 
-He oído hablar de él -dijo Brooke-. Por supuesto. 
La poesía de Dillon le gustaba mucho a sus alumnos más jóvenes y a su suegra. Brooke había cogido uno de sus libros en unos almacenes no hacía mucho, intrigado por la propaganda de la contraportada, en la que se afirmaba que el poeta había sido traducido a veintitrés idiomas, entre ellos el hindú. Mientras volvía las páginas Brooke se formó la imagen de un gurú en una celda oscura leyendo estos espantosos versos a la única luz de su propia aura mística. Ahora pensó que sería una lástima perder la oportunidad de ver a Dillon en persona.   
(De Un episodio en la vida del profesor Brooke).

Mi madre leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a ella, la leyó. "¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?" fue lo que pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa de cuatro y ahora eran las cuatro.

(De El mentiroso)


La literatura se adapta a lo que cada uno es capaz de ofrecer como autor y también a lo que es capaz de leer como lector. Esa es su maravilla, pero, asimismo, es la coartada a quienes han decidido que su afición se vuelva pública sin que le acompañe nada más que la mera voluntad. Les confieso que en mi utopía particular el mundo está repleto de libreros sabios y de editores exigentes. Y de traductores que no escriban cosas como: "Por qué te casastes con ella?" o "A los niños les encanta Dickens y Sir Walter Scott". Los primeros aconsejarían bien y los segundos seleccionarían mejor. Respecto de los terceros, la práctica de la (buena traducción) no es ni más ni menos que una compleja labor intelectual que tampoco está al alcance de cualquiera. En todo caso, no creo que haya habido una época dorada en la que sólo se publicaran autores excelentes, ni otra en la que hubiera periodismo de verdad.

Abajo la nostalgia. Viva la esperanza.




 




















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