miércoles, 10 de mayo de 2023

Lujo comunal cultural

No puedo por menos de pensar que la penúltima polémica en nuestro miserable mundillo literario (una reseña que no era reseña escrita por una reseñadora que no se veía capaz de ejercer de reseñadora, y defendida a trompicones por el escritor cuya obra era objeto de la no-reseña) carece de importancia, no por la relevancia conceptual de la estafa cometida al público lector, sino porque las denuncias públicas en contra de esta forma de proceder no cambiarán en modo alguno su frecuencia en nuestra República Canaria de las Letras. Dicho de otro modo: la capacidad de influencia de los críticos como Javier Hernández Fernández y yo mismo es mínima, no solo porque disparamos desde posiciones marginales en el territorio literario-cultural y artístico sino porque, hablando a escala más general, el aparato mediático que promueve y confirma este tipo de actitudes hacia el fenómeno literario-cultural se alinea armónicamente con intereses económicos y políticos de instituciones privadas y públicas. Estos intereses pueden traducirse en un eventual beneficio económico, pero sobre todo en otros aspectos más intangibles y perdurables, como la capacidad de ejercer influencia mediante mensajes que se solidifican en recompensas y, sobre todo, en un determinado y predominante sentido común

A este respecto, la urdimbre público-privada no tiene tanto que ver con la propaganda con las que se nos aporrea desde voces interesadas en los medios de comunicación por la que las instituciones publicas deben apoyar las iniciativas privadas provenientes del empresariado haciéndose cargo de sus externalizaciones o subvencionando aquellas directamente. Es más bien una red de estrechas conexiones entre quienes ocupan puestos de poder en las administraciones públicas u organismos semidependientes como las universidades o fundaciones y asociaciones de diversa índole, y en empresas privadas, y que se benefician de la presente constelación de posiciones y de jerarquías en los diferentes campos sociales.

En este sentido, mi impresión es que cultura entendida como la capacidad de proporcionar espectáculo y entretenimiento a la ciudadanía mediante manifestaciones artísticas de distinta índole es, y aquí parafraseo a Alain Brossat, una herramienta más (aunque privilegiada) para la cohesión social, con la finalidad de reducir el conflicto social y amortiguar el posible resentimiento de clase: cultura anestética, como bien podría decir Susan Buck-Morss. Así, el espacio abrumador dedicado en los medios locales canarios (y españoles, en general) a las reseñas positivas, al elogio desmedido de todo lo que huela a cultura y al encumbramiento sistemático de "revelaciones", "genios" y "maestros" concuerdan perfectamente con aquella intención política. Cohesión y estabilidad social son objetivos explícitos de las clases dominantes, pero como señala Benjamin, la estabilidad es buena para quien ya vive bien, no tiene por qué ser agradable ni aceptable para otros ("miseria estabilizada").

No es de extrañar, entonces, que el arte como crítica, por no hablar del análisis crítico del arte, sólo se exhibe (y del que sólo entonces se presume) cuando está desactivado, cuando puede exponerse en escenarios acolchados, casi siempre controlados por las instituciones custodias, llámense concejalía, consejería, ministerio o departamento de marketing. En ese mismo proceso los artistas suelen convertirse, al mismo tiempo, en empleados y en cómplices (léanse, a este respecto, a Laurent Cauwet). El poder nunca ha sido receptivo a la crítica, sino que reacciona de manera hosca, incluso furibunda. Lo más habitual en las sociedades avanzadas, no obstante, es el soborno al artista. 

Tampoco pensemos que el reseñador de ocasión, que es el típico por estos lares, por la nula profesionalización de esta actividad en Canarias, es plenamente consciente de lo que he señalado. Le basta con intuir que la crítica negativa resulta negativa sobre todo para quien reseña, y que nunca se le acogerá tan bien, si es que se le acoge, como cuando la reseña o comentario es positivo, porque sólo entonces, al plegarse a la opinión generalizada (impresa en mentes y corazones, aparte de en las hojas de los diarios como deber ser) se fusionará espléndidamente con el espíritu de los tiempos, y es posible, aunque para esto hay que mostrarse insistente, que una condecoración le aguarde en algún recodo de su carrera hacia la indignidad.

No nos engañemos: la crítica literaria, o artística, o cultural está denostada como no lo está la crítica abiertamente política (salvo que se critique el sistema político en su totalidad: antisistema). Esto se debe al evidente valor simbólico y a su halo de prestigio: todos podemos disentir acerca de la política, pero ¿quién puede poner en duda el arte, la belleza, la cultura? Criticar a un político local se percibe como saludable, signo de respetabilidad estándar. Criticar, en cambio, públicamente una novela o poemario de un autor local o la exposición de la artista tal no solo es muestra de inadecuación social, sino que implica anatema para el atrevido. Aún peor es criticar a una institución cultural, digamos el CAAM, la Fundación Chirino, o al mismo Chirino, que era toda una institución por sí mismo (irradiadora pero, sobre todo, receptora) o, qué sé yo, el Festival de Música de Canarias, o un espectáculo de multiculturalidad musical confortable para clases medias como es el Womad. Al fin y a la postre, todas ellas no cumplen otra función que la de servir de escaparate de meros productos de consumo. Consumo cultural para todos, tal vez, pero en sintonía con un sistema de producción de mercancías, aun artísticas en el que los papeles de productor y consumidor están claramente delineados.

Abundemos en la crítica al arte. Fijémonos en las desmesuradas reacciones de las mentes bienpensantes (de todas las ideologías) hasta un punto, en ocasiones, grotesco, respecto de las protestas de grupos de jóvenes ecologistas (casi todas mujeres) en diferentes museos del mundo. Una crítica política que también era crítica al mundo del arte resultó insoportable para buena parte de la clase política y de la periodística-opinadora. ¿Qué se ponía en cuestión? Pues tanto la inadecuación de un sistema económico-político que nos llevará más tarde o más temprano al desastre como la desacreditación de la existencia de un mundo (el artístico-cultural) independiente y, atención, en principio libre de toda culpa. Un mundo cultural sin duda sacralizado, y de ahí gran parte de la indignación fariseica, pero sobre todo empleado como el gran bálsamo social, como el mágico ungüento que alivia las desigualdades (todos juntos en el concierto de rock, aunque haya zona VIP; las masas pueden ir a la ópera, si quieren, a cultivarse el gusto, pero siempre hay palcos). Se permite criticar el dolor, pero no el paliativo.

Cabría preguntarse cuáles son las condiciones de posibilidad de una cultura para todos, pero no en el sentido de cultura subvencionada, es decir, de entradas gratis (aparentemente) para el consumidor individual, pero pagadas por el ayuntamiento local, etc., sino en el de participación ciudadana integral y, por tanto, catalizadora y canalizadora de transformaciones sociales colectivas. La posibilidad de desjerarquizar la cultura, de la participación de todos en ella, ese "lujo comunal" cultural del que habla Kristin Ross en su obra homónima. Sin duda, los grupos políticos de izquierda canarios no tienen ni idea de lo que escribo aquí. Falta de imaginación y falta de lecturas, seguro, pero también una alarmante falta de voluntad por apostar por políticas democratizadoras en el frente cultural (y no solo en este).






Bibliografía explícita:

ROSS, Kristin. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. Madrid: 2016 (2015), Ediciones Akal. Traducción de Juanmari Madariaga.

BROSSAT, Alain. El gran hartazgo cultural. Madrid: 2016 (2008), Ediciones Dado. Traducción de David. J. Domínguez González.

BUCK-MORSS, Susan. Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste. Madrid: 2004. Antonio Machado Libros. Traducción de Ramón Ibáñez Ibáñez.

BENJAMIN, Walter. Calle de dirección única. Madrid: 2014, Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez.

CAUWET, Laurent. La domesticación del arte. Política y mecenazgo. Editorial Incorpore, 2019 (2017). Traducción de Juan-Francisco Silvente.

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