El crítico se siente fascinado por el presente y sólo habla en su nombre, su eco es lo único que le importa; no aspira a permanecer en la memoria de las generaciones venideras
Marcel Reich-Ranicki
Algo tiene Tenerife, aparte de ser un marco incomparable, que cada vez que escribo una reseña de la obra de alguien radicado allí, las visitas al blog suben como la espuma. Como si todos estuvieran interconectados y lo que afectara a uno/a, afectara a todos/as, como en una especie de paraíso -o pesadilla- comunitarista. O, sin llegar tan lejos, que son -nature or nurture?- más curiosos/as, y les va más el morbo, también. ¡Ay, esa íntima y no confesada satisfacción que comporta contemplar el desollamiento ajeno! Cada isla es un mundo, y dentro de cada una de ellas, el mundillo artístico debe de ser peculiar, con identidad propia. No quiero imaginar cómo será el submundo literario, con su red de amigas/os, favores, antologías, volúmenes colectivos, premios literarios, subvenciones, genuflexiones y posiciones en decúbito prono.
Resulta curioso constatar, por otro lado, pero relacionado con lo anterior, que las críticas más acerbas a las reseñas de este blog no suelen provenir casi nunca de los escritores cuya obra se ha analizado, salvo alguna llamativa excepción de prolijo contenido, sino de sus amigas/os, seguidores/as o hardcore fans. Lo habitual, por lo que ya ha dejado de sorprenderme, es que los autores/as acepten, incluso con cierta humildad, las objeciones que he dejado por escrito, que ya no mis encomios. En cambio, sus lectores parecen haber sido heridos en lo más íntimo, ultrajados, como si me hubiese marcado como propósito irles ofendiendo uno por uno en mi tiempo libre. Singular, como poco, este fenómeno.
Por supuesto, nada les obliga a los/as autores ni a sus fans a aceptar las críticas, ni mucho menos a estimar el modo en que las redacto. Eso es un asunto particular que no me compete. El blog sirve, ya lo he señalado en numerosas ocasiones, como manual para desavisados/as o como guía para despistados/as, en especial para aquellos/as lectores/as que acuden a los suplementos culturales o a las fajas de los libros como el/la creyente católico a la misa dominical. Y como tales guías o manuales, el público les hará el caso que le dé la gana. Al fin y al cabo, no es sino la opinión razonada de un lector que, además, compra los libros objeto de los artículos, para variar respecto de la costumbre reseñadora por estos pagos.
En este sentido, España, en general, y Canarias, en particular, es, ya lo saben, una orgía permanente de tráfico de elogios y de campañas de maravillosismo, donde cualquier cosa que se publica es imprescindible, fundamental y necesaria: una forma de eticidad cultural que lo anega todo, y que ni el mismo Hegel podría soportar.
Un lugar común, llamémosle queja, abundando en este asunto, suele ser la de tildar a las reseñas negativas de "injustas", "superficiales" o "insultantes". Si son positivas, en cambio, resulta curioso que nadie reclame que sean más justas, más profundas o que lamente su propensión al ditirambo, en lo que, al fin y al cabo, no es nada más -ni nada menos- que un conjunto ordenado de impresiones de lectura, si bien argumentadas, y no un artículo académico. Intuyo que, en tal caso, se quejarían de lo pedantesco del análisis y de la pesadez del texto, cuando no de los aires que se da el reseñador. Al fin y al cabo, me temo, cuando el gusto de cualquiera se erige como supremo valor, si no único, ya se sea lector ocasional, ya poeta laureado, cualquier razón que se le oponga será descalificada por principio. A falta de contraargumentación, de crítica de la crítica, la actitud típica del supporter es negar toda razón, toda autoridad y todo crédito al que se manifiesta -en clara violación de las buenas maneras reseñadoras- contra su opinión.
Lo bueno de todo este asunto es que la irascibilidad despertada se revela como signo de una relación con la obra de los artistas que, por lo general, se daba por supuesta y era, por tanto, incuestionada. En el campo de la producción artística, la famosa frase "Si no tienes nada bueno que decir, cállate" se revela como un error trágico que no hace sino perpetuar la cadena de errores que ha llevado a crear esa obra insulsa y prolongar la desidia tanto del artista como del público, además de ser profundamente conservadora, pues se limita a sancionar lo que hay, sin posibilidad de enmienda razonada. Buena parte de culpa de toda esta situación recae en los medios de comunicación y sus periodistas culturales, que, en el mejor de los casos, se limitan a reproducir aquella eticidad a la que aludía y, en el peor, son partes interesadas, de un modo u otro, en la difusión del elogio sin fundamento.
Otra parte, sin duda, habría que atribuírsela a ese subconjunto de los/las artistas que, bien situados en el mundillo, han prosperado tanto por su capital artístico como social, y que no desean, en buena lógica, que esas reglas tácitas de comportamiento se alteren en demasía, por cuanto pudieran repercutir en la seguridad de su posición dentro del campo literario. Finalmente, el público lector ha sido víctima de la ideología del genio, -figura a la que no se puede sino admirar- por un lado, y de la democratización del gusto, por otro, entendiendo por este concepto la creencia de lo que le gusta a uno es bueno, y lo que gusta a muchos es mejor aún, sin plantearse que el gusto está también socialmente mediado, y que uno aprende a que le gusten ciertas cosas o a que le gusten de determinada manera. O a decir que le gustan. No estamos libres de mediaciones, por mucho que el liberalismo haya impregnado nuestro pensamiento de la fantasía de la autarquía.
Creo que con esto he disparado al pianista, al apuntador y al mono del título.