miércoles, 15 de julio de 2020

'Quédate este día y esa noche conmigo', de Belén Gopegui

Leyendo los artículos de Nora Navarro en la hojilla cultural de La Provincia, uno se da cuenta de las inmensas dificultades del ejercicio de su profesión. Dificultades de deslinde, precisaría yo, entre la actividad por la que cobra, periodista del medio en cuestión, especializada en eso que suele llamarse Cultura (pero que mañana mismo puede pasar a Deportes o a Sociedad), y su afición por escribir artículos en los que plasma sus impresiones de lectura de una obra determinada. Podríamos señalar que el trabajo de periodista cultural no incluye, ni mucho menos, la actividad de reseñadora, más bien la repele, porque los intereses son divergentes.

Me explico: como periodista (cultural), Navarro puede y debe conocer a escritoras/es, artistas, editores/as, galeristas, agentes, representantes, concejales/as y consejeras/es, gerentes de instituciones culturales y demás gente del mundillo artístico-cultural de mejor o peor vivir. En ese sentido, unas buenas relaciones en las que además de empatía y simpatía pueden intercambiarse favores veniales conforman la actividad cotidiana de cualquier periodista. En cambio, como reseñadora, Navarro podría encontrarse ante una obra que considerara detestable, o que le gustase regular (lo mismo podría aplicarse a un/a crítico de arte). Es aquí cuando su opinión como reseñadora-crítica podría entrar en colisión con su actividad como periodista cultural. ¿No le importará molestar a la autora? ¿Y a la editora? ¿O con la consejería/concejalía que subvenciona la obra o que le ha concedido un premio? ¿Y si dentro de un tiempo tiene que entrevistar a alguna de las partes implicadas? ¿O pedirle un favor porque alguna de ellas conoce a alguien que le interesa? Menudo dilema: su opinión de lectura puede perjudicar el ejercicio de su profesión. ¿Qué hará, entonces, "luchar contra un piélago de calamidades" y emitir su opinión sincera e informada o, siendo "más descansado para el ánimo", escribirá lo que sabe que le beneficiará o que, al menos, no le ocasionará contrariedades?

Ignoro cuál es la respuesta particular de esta periodista y de aquellos/as en posición similar a la suya, pero sí que parece que es general, y hasta cierto punto lógico, que la mayoría se decante por "no cerrarse puertas". Dicho de otra manera: una manera de esquivar el dilema es reseñar sólo aquello que les gusta. O decir(se) que es eso lo que hacen. Además, no es descabellado pensar que, aun siendo socialmente casi irrelevante, esta posición en un medio consolidado como un periódico local otorga cierto status de "conseguidor(a)". Es decir, dentro de ciertos límites, puede ejercer el poder de decidir qué obra se visibiliza para el mundillo lector. Aunque en cuanto a número de lectores, su influencia social sea reducida, su prestigio dentro del mundillo artístico es consistente por ser esa especie de portero/a del campo cultural al que, sobra decirlo, no todos/as tienen acceso. Quizá sea poca cosa para nosotros, pero para algunas personas eso no tiene precio.

Estos dilemas son extrapolables, claro está, a la crítica teatral, musical, pictórica, escultórica, cinematográfica, etc. Al fin y al cabo, no deja de constituir un conflicto de intereses, pues se corresponde con actividades diferentes que concurren en la misma persona o profesión. Problema grave que sólo puede ser resuelto mediante la necesaria división de funciones entre el/la periodista cultural y el reseñador/a, además de un plus ético que vamos a dar por supuesto. El medio de comunicación, en consecuencia, tendría que contratar a una persona específica o, por el contrario, evitar publicar reseñas en absoluto. Pero, ¿cómo resistirse a ser influyente?









En otro orden de cosas, la novela que hoy traigo aquí tiene el hermoso título de Quédate este día y esa noche conmigo, de Belén Gopegui. Novela de historias enmarcadas cuya singularidad es que toma como forma principal una carta de solicitud de empleo a Google, (es decir, a Alphabet, que es la corporación matriz).  Pero es una solicitud peculiar en todos los aspectos por ser obra de dos personas (los protagonistas, Olga, que es una especie de mentora, y Mateo, joven y, por tanto, novicio), por el formato (una narración en el que se combinan la segunda y la tercera persona) y por la extensión (más de cincuenta mil palabras: la novela, en sí, casi en su totalidad). 

Como es evidente, todo este artificio metodológico es la forma en que la autora construye esta novela dividida en dos partes, con una introducción, ambas, por el receptor de la solicitud en Google, y con la que pretende darnos cuenta de un montón de asuntos de relevancia moral y social, que es lo que la convierte en estimable. Gopegui sabe ir más allá de los lugares comunes gracias a un conocimiento bastante profundo de las repercusiones del dominio de las grandes compañías especializadas en big data y en el control de los usuarios. Resulta un signo de los tiempos que esa carta, esa solicitud con carácter de manifiesto, vaya dirigida a una gran empresa, como antes era dirigida al césar o al rey. O como dice en la reseña a la que enlazo más abajo (*), a Dios. También podemos pensar que en un mundo en el que la opinión de los individuos no cuenta nada (si es que alguna vez contó) solo es relevante su huella digital o sus hábitos mensurables para poder comerciar con ellos o convertirlo en target de alguna campaña de marketing. Según algunos autores, esta reconducción del capital desde las manufactura a los datos, igual que a las finanzas, es un signo de la veracidad de la teoría de la caída tendencial de la tasa de ganancia del capital (véase, por ejemplo, La tragedia de nuestro tiempo, de Andrés Piqueras). En cualquier caso, el demos solo es tomado en cuenta como objeto de manipulación y de extracción de renta.

No obstante, Gopegui va más allá de la novela de tesis, de la mera ejemplificación en clave literaria de una teoría o de una visión. En la novela se encarnan problemas y dilemas morales y vitales que experimentan (o podrían experimentar) los seres humanos en unas circunstancias específicas. En este caso, una sociedad de capitalismo posfordista, casi inmaterial, de disolución de lazos humanos y de fulgurante atomización social. O sea, la nuestra. La injusticia de fondo que acompaña y es causa de la desigualdad social en ascenso y la permanencia del vínculo entre empleo y valía junto con la cada vez mayor dificultad para acceder a lo primero ocasiona innumerables problemas psicológicos y sociales que encuentran su reflejo en las trayectorias personales erráticas y precarias, por no decir algo peor, de innumerables individuos. Hasta qué punto podemos identificarnos o no con los personajes es cuestión de cada uno, es evidente, pero me atrevo a señalar que las reflexiones de los protagonistas enlazarán en un punto u otro con las nuestras, a poco que hayamos sido capaces de hacerlas y no nos hayamos suicidado después. Esto, que considero virtud, puede hacer que algunos abandonen la lectura. 

No obstante, contra el cálculo y el determinismo logaritmizado, los personajes se preguntan y reflexionan sobre qué nos hace humanos, específicamente humanos, y no máquinas o robots. En qué medida somos programados o moldeados por los genes y la cultura o en cuál es posible que triunfe la voluntad. Cuál es, en definitiva, la capacidad de tener libre albedrío, con su casi infinita serie de consecuencias. En este sentido, Olga y Mateo, pese a su proyecto común plantean preguntas y formulan objeciones desde posiciones vitales y morales diferentes y, a veces, opuestas. Un debate ante el que el público lector tiene difícil mantenerse al margen, pese a la posibilidad de ir decantándose en momentos distintos por opciones contradictorias.

En este contexto de densas implicaciones sociales y morales, Gopegui es capaz, a pesar de todo, de sacar brillo a la lengua. Consigue, al mismo tiempo, evitar la mayor parte del tiempo que la literatura ceda terreno a la moralina. En mi opinión, un mérito nada desdeñable pues este error de modo simultáneo restaría verosimilitud a la historia y credibilidad a las reflexiones subyacentes. Solo podría señalar como objetable el tono de algunos diálogos, que comienzan un tanto acartonados. Es decir, no surgen (no dan la impresión de surgir), digamos, de manera natural, sino que se notan creados ex profeso, de manera artificiosa.


Mateo tiene veintidós años y vive una moderada vida secreta desde hace tres. Claro, vas a decir que descrees del secreto. Es casi imposible ahora que tanto tú como las nuevas plataformas etiquetan, ubican y terminan por fraguar un mismo perfil para la familia, amigos y amigas, jefes. Sin embargo, los seres humanos se encienden en secreto, florecen en la oscuridad, maduran en secreto. (Pág. 27)

El estudio, en cambio, ha producido la siguiente conclusión: el paro hace que se rompa algo; eso que se rompe provoca en la persona parada una incapacidad para comprender tanto el valor del mérito como la retribución según el mérito. Los autores del estudio dicen que las personas en paro se han vuelto incapaces de comprender algo que es real. Olga y Mateo le dan la vuelta: no se les estropea la capacidad de comprensión: más bien se les enmienda. Como una operación o unas gafas, el paro corrige la visión borrosa de los parados. Esa silueta que de lejos tenía forma de meritocracia, ahora es simplemente una mancha en la pared, Superman no va a venir y soñar cansa. (Pág. 49)

Cuando Mateo mira a la chica haciendo como que mira su móvil, piensa en toda esa monotonía, ese cansancio, ese no estar en otra parte y no tener ni un sombrero ni un caballo ni una nube, ese abrir el puesto antes de que sus horas de trabajo empiecen a estar remuneradas, cerrarlo, limpiar y echar las cuentas y colocar las cosas cuando ya su jornada supuestamente ha terminado, el insecticida, el servicio sin espacio para cerrar la puerta, el desinfectante, soportar las bromas pesadas del jefe, su presión los días en que se ha vendido poco, esas mañana cuando, pese a no haber dormido apenas pues algo le ha sentado mal y aún tiene el estómago revuelto, debe sin embargo volver al mismo olor, reprimir la náusea si no quiere perder el trabajo; y el miedo, y el desconsuelo de saber que siente miedo de que puedan echarla de un sitio así. Mateo se pregunta si eso que es padecimiento o dolor podría ser también una especie de entrenamiento. Entrenarse para evitar que vuelva a suceder. Entrenarse como si cada día al salir de casa la chica o él se toparan de frente con la pintada que conocen aun sin haberla visto nunca: "No tienes la menor oportunidad, pero aprovéchala". (Pág. 57)
 
¿Qué dicen los seres humanos, Google, cuando dicen "yo"? ¿Quién les dio sus recuerdos? Nadie gobierna sus naves. Hojas mecidas por el viento, el rumor de la sangre, el latido, el golpe de la ola, lamer la arena e irse una y otra vez. (Pág. 88) 

 
En definitiva, una novela seria, una novela moral (¿hay acaso novela digna de ese nombre si no lo es?) que nos sale al encuentro a cada paso (qué hemos sido, qué seremos, qué hemos hecho y qué haremos), vestida con una prosa eficaz, brillante en momentos puntuales. 

Aun habiendo escrito todo esto, quedando claro que la recomiendo, siento que algo importante se me queda atrás. Léanla, entablemos un diálogo y quizá así le pidamos trabajo a Microsoft.






































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