CONFIESO que estoy leyendo poco. Leyendo poco que no sea la historia de la Grecia antigua. La ficción, salvo ratos de Antagonía, de Luis Goytisolo, o La vida, instrucciones de uso, de Georges Perec, o de Marte rojo, de Kim S. Robinson, no la toco. Tampoco es desdeñable, dirán. Puede ser, pero no solo es el tiempo que les dedico, sino la predisposición y la emoción que debe suscitar la lectura las ha acaparado por completo mi helenismo tardío.
Así, el último año, y con más frenesí en este mes y pico que llevamos de cuarentena anticovid, han pasado delante de mis ojos, Democracy and Knowledge, de Josiah Ober; The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes, de Herman Hansen; El nacimiento de la política, de Moses Finley; De ciudadanos a señores feudales y Peasant-Citizen and Slave, de Meiksins Wood; y, por último, Early Greece, de Oswyn Murray. Eso no es todo, porque tengo entre mis manos, The Greek World, de Hornblower y estoy por comenzar Essays. Ancient and Modern, de Knox. Y hay más, para tiempos venideros. Todos muy ilustres.
En fin, que estoy todo el día siguiendo las correrías de atenienses y espartanos por el Peloponeso, de Tebas, de Megara, de Persia, de Macedonia, etc. Esta lectura histórica tiene la particularidad de que al lector con curiosidad política le muestra la asombrosa capacidad que tenían los griegos antiguos, en general, y los atenienses, en particular, de crear y cambiar las instituciones políticas de la polis según las necesidades del momento y, también, de las demandas del grupo social hegemónico. Si a esto le añadimos la lectura crítica de Platón y Aristótles, de Tucídides y de Herodoto, se que nos queda una base firme para la opinión política de nuestros días nada desdeñable. Nada que no puedan comprobar en el plan de estudios de Filosofía o de Ciencias Políticas, si sienten la curiosidad. Asombrosos, aquellos griegos.
Cuento esto no para presumir de lecturas, más bien para que Vds. constaten la falta de otras que considerarán importantes. Estoy llegando al convencimiento de que la trayectoria intelectual de las personas no se mide por los libros que ha leído y otras personas, no, sino, al revés, por los libros que uno no ha leído, y otros, sí. Una historia de ausencias que nos coloca en esferas de influencias perdidas que a medida que envejecemos se tornan irrecuperables y que nos dotan de tanta singularidad como las referencias intelectuales que hemos hecho propias.
Así, podríamos hacer una lista de libros que no hemos leído, de autores que hemos decidido rechazar de antemano, guiados por heurísticas necias o valiosas, que en unos casos nos habrán ahorrado tiempo y, en otras, vislumbres de lo que podríamos haber sido. Esta suma de bifurcaciones, de dilemas (falsos o no) conlleva un fatalismo existencial que nos lleva a un pensamiento de escasez bastante deprimente. Sobre todo, si estamos dominado por la lógica del consumo. Es decir, si comemos esto, no comemos lo otro. Si vamos a este sitio de vacaciones, no podremos ir al otro; si estudio esta carrera, no estudiaré, probablemente, aquella otra; si tenemos a esta pareja, no podemos vivir con otras potenciales también atractivas, etc.
Por el contrario, es posible, si estamos satisfechos hasta cierto punto de nuestro bagaje intelectual, no podremos sino felicitarnos no solo de nuestras elecciones, sino de la inabarcabilidad de la creación intelectual humana. Así, volvemos del revés la lógica de la escasez y nos alegramos de la infinitud (para nuestro escaso tiempo vital) de aquella. Siempre habrá algo interesante que leer, siempre, algo sobre lo que reflexionar. Siempre podremos enmendar errores y fallos de juicio. Siempre podremos ponerle límites a la soberbia y a la vanidad a la que estamos tan inclinados, por nuestra necesidad de reconocimiento o por puro vicio.
No olvidemos que todo lo anterior sólo es posible si se disponen de las condiciones materiales de existencia no digo mínimas, sino dignas. Igual que los artistas con conciencia de serlo y el arte como institución independiente y separada solo tienen unos siglos de antigüedad y presuponen complejidad social, división del trabajo y excedente económico en las sociedades en las que nacen, así también hoy los seres humanos solo pueden elegir vocaciones y rutas intelectuales si no sufren de incertidumbre económica o de mera subsistencia y cuentan con los medios necesarios no solo para desarrollar aquellas, sino para reconocer su existencia. De eso también sabían los griegos.
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