viernes, 27 de marzo de 2020

'Nefando', de Mónica Ojeda

Son malos tiempos para casi todo, así que al menos seguir leyendo y escribiendo reseñas resultará tan inocuo como cualquier otra actividad recreativa. Si fuera un artista, de esos que abundan por aquí, dentro de poco reuniría el suficiente atrevimiento para afirmar que el conjunto de mis reseñas no es más ni menos que patrimonio cultural, y que tendría yo, el autor, derecho a recibir una paguita del presupuesto público por ellas. O una sinecura. Porque hay que apoyar la cultura, es decir, que los demás me paguen por hacer lo que me gusta o por disfrutar de lo que me gusta sin mayor razonamiento. 

Es muy posible que esta sea una imagen distorsionada del carácter y condición de nuestros artistas, la mayoría de los cuales viven con lo justo, sin paguitas ni sinecuras y trabajando a destajo. Son los artistas consagrados (¿por quién?) los que suelen disfrutar de la atención preferente de los partidos en el gobierno, y así los tenemos hasta en la sopa, o en la televisión autonómica todo el tiempo. Hay artistas (y eventos) preferidos de un partido político, con lo que alternan periodos de esplendor con otros de hibernación, según quién esté en el poder o no. Otros, en cambio, más espabilados y flexibles, gozan siempre de aquella atención. Ni con agua caliente nos los podemos quitar de encima.

Así hemos tenido y tenemos Chirinos (qepd), Dámasos, Padrones, Cerpas, etc., encantados/as de que la dichosa Cultura sea el punto de encuentro ideológico de izquierdas, derechas, extremos centros, nacionalismos progresistas o plutócratas. Al final, siempre que la cultura sea disipación y neutralización del conflicto y ocultación de la desigualdad social, una especie de sindicato vertical de la creatividad, y que no cuestione (salvo de manera inocua y mejor con algo de humor) el poder que lo financia, será celebrada por todos y todas, incluidos Vds., almas de cántaro, que creen que pagan poco por un concierto subvencionado sin recordar que pagan hasta el último euro vía impuestos (y en proporción pagan Vds. más que los ricos). La ópera, la música clásica, el Womad, el concierto de Ricky Martin, de Sting o de Maná, qué más da, los fuegos artificiales, el premio literario, el poemario de X o la novelita de Y: todos bienes de primera necesidad, por supuesto, ante los cuales palidecen las demandas sociales para paliar la pobreza y la desigualdad, acabar con el abandono escolar o conseguir una sanidad pública con medios para que la buena salud no sea privilegio de los que ya gozan de privilegios. Qué les voy a contar en estos tiempos de pandemia.

Oh, qué haríamos sin la Cultura ahora que estamos confinados, dirán muchos. Oh, qué necesidad tendríamos de estar encerrados tanto tiempo si no se hubiera recortado la Sanidad pública, servicio esencial, respondo. Es tal el prestigio de la Cultura que tras su escudo siempre hay destinada alguna partida para festejos para el pueblo y de Cultura con mayúsculas para estas clases altas nuestras tan amantes de que todos admiremos y paguemos su exquisitez en el gusto, mientras evaden impuestos.

Por otro lado, es cierto que es difícil escapar a la monetización de todo en la sociedad en la que vivimos. Y al aprovechamiento por terceros de lo común o de lo privado, como por ejemplo la extracción y recopilación de los datos personales. Sí, esos mismos que desperdigamos cada vez que tenemos un reloj inteligente, un televisor inteligente, un ordenador con el que navegamos por internet, una app para el móvil, etc. No nos pagan, pero alguien saca beneficio de ello. ¿Otro ejemplo? Este blog se escribe en una plataforma de Gmail, que es propiedad de Alphabet. Es gratis, lo que quiere decir que no pago nada por él, pero con este y todos los demás blogs, esa empresa recopila datos: de sus autores y del público lector.  Con un medio de comunicación tradicional u online privado y con ánimo de lucro en el que se pide nuestra colaboración, podemos -y creo que debemos- exigir un pago, ya que les estamos proporcionando contenido (gracias a nuestra formación, que ha costado dinero y esfuerzo) y, eventualmente, audiencia, destino de los anunciantes que pagarán por colocar su publicidad. En cambio, ¿qué hacemos con Blogger, con WordPress, con Facebook, YouTube o Twitter? ¿Nos están haciendo un favor, nos están dando gratis un servicio importante o les estamos proporcionando el material para que obtengan beneficios millonarios? ¿Dejamos de publicar en sus plataformas por estricta coherencia? 

Siempre es posible gastarse el dinero y crear nuestra propia página web, o resignarnos a la mudez. 







Los caminos del Señor son inescrutables, así como la elección de la novela para el blog. Soy pescador de caladeros habituales, pero ya saben, si son lectores/as curiosos/as, que las lecturas de unos libros te llevan a otros, y, por extrapolar, unos comentarios te llevan a ciertos juicios, unas opiniones te llevan a determinados sesgos, y una mala siesta te lleva a cambiar de pijama a media tarde. Así son las cosas y así he acabado leyendo Nefando, de Mónica Ojeda, publicada en 2016.

En esta novela, cada capítulo se corresponde, de manera alterna, con las voces de distintos personajes, también se intercalan entrevistas y narración en tercera persona. La autora tiene como núcleo la creación de un videojuego gore en torno al cual, o confluyendo en él, sirve para contarnos la biografía, pensamientos y sentimientos de los personajes, todos con un pasado traumático, por ser suaves. Violencia, pederastia, abusos y agresiones sexuales conforman el tuétano vital de la mayoría de ellos, cuando no un exceso de pathos existencial en otros.

La autora se propone dotar a cada uno de los protagonistas de una voz propia y reconocible. En muchos momentos, consigue dotarlos de fuerza expresiva y de un mundo interior atormentado y salvaje, una vorágine confusa de sentimientos que pugnan por salir al exterior mediante el lenguaje, que demuestra su impotencia para dar cuenta de ellos por completo. A este respecto, sus reflexiones sobre el lenguaje no dejan de ser interesantes, aunque en ocasiones se transforma casi en el discurso de la autora, más que en el del personaje en cuestión. A este respecto, un defecto que he encontrado consiste en que no logra mantener el tono en las voces de los personajes, que comienzan hablando jerga para pasar en cierto momento a un estilo elevado que, concediendo que sea premeditado, extraña y no resulta convincente. Como si la voz del personaje fuera suplantada por otra, de repente (pienso, en particular, en el personaje de Iván Herrera).


-¿Y qué te pareció a ti? 
-Una culerada. 
-¿Podrías ser más descriptivo? 
-Pos, es que era un juego en el que no jugabas. 
-No te entiendo. 
-Es que explicarlo bien está de la chingada. Ni siquiera estoy seguro de que se le pueda llamar juego a algo que no entretiene. Nefando atrapaba a sus jugadores pero no porque los divirtiera, sino porque tenía el poder de despertar una curiosidad... ¿cómo te diría?, morbosa, que se iba agigantando adentro de uno, ¿sabes?, como una mancha latiéndote encima del ombligo. Al rato terminabas hecho una cebra, pero con las rayas negras mucho más anchas de lo normal, cubriéndote el alma blanca de borrego. Era parecido a tener la piel llena de guadañas: cuando te dabas cuenta ya estabas cortado y ennegrecido. (...) Por eso digo que no era un juego, aunque simulara serlo: porque trascendía todos los géneros conocidos y se situaba en una especie de limbo de la impostura. Además, como ya te dije, Nefando iba contra la ley no escrita que dice que los juegos deben ser recreativos. Eso no se jugaba: se leía, se escarbaba, se espiaba, se temía. (Pág. 97)


La historia, por otro lado, tiene su interés. Se aleja del naturalismo redivivo y juega con la pluralidad de voces, de distintos puntos de vista al narrar, la metaliteratura, el uso constante de jerga especializada como la informática y de extranjerismos. Además, el tema resulta a priori interesante, incluso, me atreveré a decirlo, actual. Al menos, no es el desamor y sus infinitas variedades egocéntricas o las anécdotas ombliguistas de un viaje de estudios, etc. Sí que cabe señalar que, en ciertos momentos, amparada en la intertextualidad y en su afán de relacionar asuntos, me parece detectar cierta ansiedad por demostrar y por experimentar teniéndonos como rehenes. Esta necesidad de esparcir por la obra referencias artísticas resulta innecesaria, al igual que ciertas maneras de relatar (pienso, sobre todo, en los capítulos dedicados a Kiki), que se vuelven cargantes.



Diego solía decirle a Eduardo que a una biblioteca había que mirarla con educación, no como si se la inspeccionara (la inspección es siempre una especie de disección), sino como si ya se la conociera, como si uno estuviera mirando un paisaje y disfrutando del conjunto y no de cada una de sus partes. De otro modo, decía, la biblioteca no se te mostrará y nunca verás su verdadero rostro. Pero era difícil ver los libros fuera de su individualidad; era difícil verlos a todos igual que un solo organismo y entender que no daba lo mismo que Psychopathia Sexualis de Krafft-Ebing estuviera junto a La venus de las pieles de Sacher-Masoch y no junto a Amatista de Alicia Steimberg. (Pág. 63)

Me late que no va a poner la denuncia, dijo Iván después del portazo. Los ladrones no denuncian a otros ladrones, pero esto no puedo decirlo en voz alta: esto debo callar. ¿Qué hacemos?, preguntó Cecilia. Nadie miraba el trapo enrojecido sobre la mesa, sólo Kiki. Se pondrá bien, dijo Irene, no es grave. Grave es que nadie vaya a limpiar el trapo de cocina y que se vaya a quedar ahí con los fluidos corporales de un bato al que le vale madres que le hayan destrozado la cara. Neta, yo creí que aquí no pasaban estas cosas porque es el primer mundo y todos son felices, dijo Iván. Cecilia caminó por el pasillo siendo una sombra que se achicaba contra la pared. ¿Son Felices? Este piso es un basurero y yo no tengo tiempo de chachear porque debo escribir y limpiarme y salvarme para tenderme en una playa de piedras húmedas. Son felices, ¿no?, insistió Iván. Irene sonrió y se le cavaron dos pozuelos en las mejillas ámbar rosa rubendarianas. Para acostarme sobre un montón de piedras mojadas por la baba de Dios. Alguien debería meter eso a la lavadora, dijo Emilio señalando el paño manchado sobre la mesa. Es mejor que no tengan voces: Ni Eduardo, ni Diego, ni Nella. Es mejor que no digan nada. (Pág. 92) 

EN DEFINITIVA, una novela irregular, con una trama discontinua que no llega a cuajar del todo, con un uso del lenguaje apreciable, a veces exuberante, pero sin conformar un estilo (o pluralidad de estilos) convincente. Además, cierto regodeo en los símiles y en las metáforas hace que estos den la impresión de estar demasiado forzados. Los personajes funcionan a ráfagas y no terminan de apuntalar una historia que tenía trazas prometedoras, pero que al cabo de unos cuantos capítulos se vuelve tibia. Pues eso, que podía haber sido, pero no terminó de ser.







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