domingo, 17 de noviembre de 2019

'La muerte de Alaia Parisi', de Natalia Toledo Mediavilla

Uno se pregunta si es cierto ese axioma del mundillo cultural-literario que afirma que los escritores y las escritoras jóvenes necesitan ayuda o protección de las instituciones públicas para que su obra se difunda. Es posible que así sea, es decir, es probable que sin un apoyo externo, más allá de la calidad intrínseca, cualquier creación literaria tiene pocas o nulas posibilidades de destacar entre los miles de títulos que se editan cada año en España o, si se saben otros idiomas, en el mundo. 

De hecho, hay todo un sistema de promoción de determinados títulos que se pone en marcha por las editoriales privadas cuando deciden apostar por uno u otro: es la hora del marketing, que comprende publicidad directa en los medios de comunicación o indirecta a través de reseñadores/as amigos/as en los suplementos o espacios dedicados a la cultura en aquellos o en Internet: blogs, vídeos, etc.; también, premios de literatura.

El problema, digamos, político surge cuando es una institución pública la encargada de dicha promoción, normalmente mediante ediciones sufragadas a su costa (es decir, a cargo del presupuesto público) o mediante premios en metálico. La pregunta inmediata es, ¿porqué debe destinarse dinero del erario a costear la publicación de la obra de escritores/artistas? ¿En qué beneficia al bien común? ¿Qué consecuencias útiles le reporta a la comunidad de la que en última instancia procede el dinero?

La respuesta habitual, por no decir convencional, es que las obras particulares contribuyen a la creación de un supuesto patrimonio común literario que, supuestamente, expande la cultura, de la cual y por lo que, como consecuencia, se beneficia la comunidad, si no a cada uno de los miembros en particular, sí en general. ¿En qué se sustancia ese beneficio? Aquí, la respuesta suele ser salvífica: los usufructuarios de esa cultura se harán mejores y más libres. Es común señalar, a ser posible apodícticamente, que una sociedad sin cultura es un infierno totalitario y una sociedad con cultura es crítica con el poder y, por tanto, más democrática. Como suele ocurrir, el problema es el concepto de cultura: ¿entendemos por ella el conocimiento científico? ¿También el arte? ¿Las dos? ¿Ampliamos el concepto a todos los usos y costumbres de una comunidad? ¿O nos limitamos al más manejable de arte? ¿Y qué pasa con el arte? ¿Incluimos también los espectáculos? ¿Los fuegos artificiales? ¿Sí? ¿Cómo nos pueden hacer más libre los fuegos artificiales? ¿O un concierto de Juan Luis Guerra? ¿O las sinfonías de Beethoven? ¿O La hija del cielo, aquella ópera infame? ¿Cómo nos hace más libres, cómo nos hace mejores el Premio Canarias de Literatura? ¿O la edición destinada a promocionar jóvenes valores literarios en ediciones como Nuevas Escrituras Canarias?

Ya resulta extraño que las instituciones públicas, manejadas por el partido político de turno, fomenten la creatividad crítica. Quizá podamos admitir que no les moleste a sus responsables la crítica al poder en general, pero es más difícil de creer que se complazcan en las formas de poder en concreto, con nombre y apellidos o con siglas o acrónimos bien conocidos. Por tanto, creo que haríamos bien en sospechar de cualquier premio, galardón o fundación artística promocionada y financiada por las instituciones públicas (lo mismo habríamos de admitir de las promocionadas y financiadas por los bancos u otras entidades con ánimo de lucro, sin duda). Como ya he señalado en otras ocasiones, es más probable que lo que se pretenda fomentar no es la crítica proveniente de la cultura, sino más bien el consenso y la conformidad sociales, disfrazadas bajo el término de cohesión. Cuidado, amigas y amigos.

Es por tanto, un debate que haríamos bien en mantener desde el origen: en qué medida es la cultura (como la definamos) un derecho que deben satisfacer las instituciones públicos. Si es un derecho, ¿debe satisfacerse indiscriminadamente? Si la respuesta es negativa, ¿qué criterios, expuestos de manera pública, deben cumplir para recibir la atención y el dinero público? Dado nuestra desconfianza en las intenciones de los partidos políticos y de las instituciones de las que se enseñorean, ¿no sería mejor acaso que se abstuvieran en absoluto de promocionar la cultura o del tipo de cultura en la que están interesados?





La muerte de Alaia Parisi, de Natalia Toledo Mediavilla, tiene cosas buenas y cosas malas. ¿Por cuáles comenzamos? Se sabe que no es igual, en las sensaciones posteriores a la lectura de la reseña, que se inicie por las primeras que por las segundas. Entremezclemos, pues.

La autora, una joven "de menos de 35 años", según requiere el concurso literario del Gobierno de Canarias Nuevas Escrituras Canarias, escribe una novela interesante. Con ello quiero decir que el argumento, a grandes rasgos la rememoración de la vida de la protagonista Alaia Parisi (o Dolores, su nombre real), desde la época de la dictadura franquista hasta la actualidad, pasando por su estudios universitarios, su feminismo y militancia política y sus relaciones con su familia, es lo bastante estimulante para seguirla hasta el final.

Sin embargo, la escritura demuestra, a pesar de ocasionales escenas de vigor narrativo, entendiendo por ello la capacidad de hacerlas significativas moralmente, la bisoñez de su autora. No son solo los típicos errores en el estilo, que muestran, en este sentido, su impersonalidad, y que tantas veces he denunciado: "Espectacular transformación", "cara de niña buena", "entregarse en cuerpo y alma", "gritos silenciosos","tacto diplomático", "hacer la vista gorda", "camino de rosas", "qué mosca nos ha picado", etc., que denotan pereza del pensamiento o defectuosa caracterización de los personajes. Pero lo peor no es eso, porque se podría "hacer la vista gorda" si la historia se hubiera desplegado mejor. Y con "mejor" quiero decir no limitarse a 99 páginas. Lo peor, como digo (escribo), puede expresarse con el término "apresuramiento". 

No se puede escribir una novela con prisas. Y no se puede escribir una novela cuyo resultado final dé la impresión de ser un resumen, por interesante que sea. Esto se nota no solo en la rapidez de las escenas o en los abruptos saltos temporales sino también en dar por sentadas demasiadas cosas, demasiados conceptos, demasiadas circunstancias históricas o geográficas. No vale decir aquello de "pequeñas pinceladas" que, por su peculiar ángulo de observación, resultan significativas y valiosas en novelas mejores que esta. 

Así, ¿qué significa decir "heroína prototípica"? ¿Qué se supone que debe disparársenos en las neuronas cuando sitúa la casa de Iván en Londres, sin mucha más explicación, en el barrio de Camdem? ¿O el "estallido de la movida en Madrid"? ¿O "era, en el fondo, una artista?" No puedo dejar de apreciar un esquematismo conceptual y narrativo, o pereza, o urgencia, que me resultan molestos, cuando no indignante. En algunos momentos, además, parece que la autora considera que las conductas y pensamientos de los personajes tienen una relación necesaria con ciertas lecturas o con el conocimiento de ciertos artistas, lecturas y artistas, que, por lo demás, cualquiera conoce sin haber leído sus libros o visto sus cuadros. Un tópico en sí mismo. Es posible, me atrevo a imaginar, que dado este apresuramiento, la autora no haya sino proyectado en sus personajes la relación que ella ha considerado necesaria entre su propia trayectoria vital y artística y sus propias lecturas, viajes y experiencias. El resultado es pobre, a fin de cuentas.

SIN EMBARGO, Natalia Toledo logra, a pesar de todo lo anterior, insuflar vida en la mayoría de sus personajes, sobre todo en el principal; y ha logrado visualizar, imaginar, una historia con la que podemos reflexionar sobre nosotros mismos. Veo claro que tiene potencial para escribir algo no mejor, sino mucho mejor, porque cuando no tiene prisa, cuando se centra, conmueve, y eso no es sencillo. Que sea capaz de desplegar esa potencialidad, ya es algo que dejaremos al futuro.











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