jueves, 16 de marzo de 2023

'La ciénaga definitiva', de Giorgio Manganelli

A veces, me quejo un poco (en plan susurro interior) de que no haya tantas novedades de literatura canaria como a mí me gustaría para actualizar el blog de manera más regular. Sin embargo, sé que me engaño: hay demasiados escritores/as a cuya obra ya no quiero acercarme después de un par de reveses. En algún caso, con uno solo ha bastado. Lo mismo digo con respecto a la literatura escrita por mujeres: sin tener yo ninguna obligación de establecer paridad alguna, sí que noto que la relación de mis reseñas está bastante desproporcionada, posiblemente sin relación con lo que se publica. Puntos ciegos, haberlos, haylos.

Aunque puedan no creerme, acometo periódicos ejercicios de reflexividad en que me pregunto por qué unas reseñas se leen más que otras, por qué reseño más obras de escritores que de escritoras, qué géneros son los preferidos del público lector del blog, cuáles son mis prejuicios a la hora de escoger unas obras u otras, cómo de sesgado está mi supuesto olfato intento calibrar cuál es el grado de morbo que experimentan lectoras y lectores cuando acometo críticas negativas de autores/as locales y su nivel de desinterés cuando son de autores allende los mares. En fin, es lo que tiene la ociosidad autoconsciente.

De todos modos, no dejo de pensar, tal vez inducido por la lectura de la novela que reseño hoy, que el panorama literario, por mucho homenaje casanovesco, por mucho Día de las Letras, por mucho premio literario de (más o menos) postín, por mucho ensalzamiento vacuo de cualquier escritor/a nuevo/a, está demasiado quieto, tal vez estancado, una quietud tal vez no de cementerio, pero igual un poco inquietante. Harían falta, tal vez, como suele decir Ricardo Pérez, reuniones, tertulias literarias, jornadas y debates, pero donde se reunieran críticos, escritores/as, público lector, tanto en el espacio público físico como en el de los medios de comunicación, pero con voluntad de trascender a la ciudadanía (al menos, la interesada), de generar algo parecido a un clima. Con su dosis inevitable de insultos, enfados y gestos airados, golpes en la mesa, pero, al fin y al cabo, que se manifestara, en definitiva, la vida (artística, literaria). Igual existe, pero yo no me he enterado.

No sé qué pensarán Vds.




No tengo en rubor en reconocer que a mí estos libros con este lenguaje a veces de regusto arcaico y si no difícil, sí exigente, me ganan desde el principio. Podrá decir misa Juan Marsé con su ya tópica frase de la "prosa sonajero" (que debe de ser la favorita de autores/as y lectoras/es de novela negra y best-sellers de variada temática), pero cuando uno se topa con palabras y frases que parecen creadas ex profeso para la obra percibe de inmediato que está leyendo algo diferente de la prosa habitual, más o menos comercial, y, en el caso de Canarias, muy alejado del estilo urraco de Andrea Abreu o Aida González Rossi, sin ir más lejos (basado en el habla popular, subrayando más la expresividad que la semántica). Por no hablar de la manifiesta falta de voluntad estética de gran parte de nuestra caterva literaria habitual, de lo que ya me he manifestado, con cierta frecuencia. 

Claro está, todos los discursos son posibles; todos los estilos, legítimos. Sin duda, si son eficaces, pero sigo siendo más de hipotaxis que de parataxis, más de Sánchez Ferlosio que de Azorín o, ya puestos a meternos con alguien, que de Nicolás Dorta.

No obstante, no hay que confundir la resonancia de la prosa de Manganelli (al menos, la vertida por el traductor de esta novela, Carlos Gumpert) con el tono a la vez campanudo y empalagoso de, digamos, un reseñador especializado en comentarios cordiales (y lamentablemente prolífico) como Victoriano Santana Sanjurjo (para que se hagan una idea y como ejemplo conspicuo, qué remedio). En la novela La ciénaga definitiva es evidente esa voluntad estilística transmitida tanto por la elección de determinados vocablos como por una prosa retorcida y reiterativa a base de oraciones largas con numerosas aposiciones, que recuerda en algún momento (y Dios me perdone), a Bernhard, pero sin su bilis. Un tono, al fin y al cabo, no solo apropiado, sino que parece el único posible. 

La ciénaga definitiva es una obra narrada en primera persona, el relato de un hombre que, huyendo de sus inquisidores y a lomos de un caballo, se adentra en la ciénaga, un territorio que le ha sido revelado por un anciano en una villa al margen de la ley. Allí morará en una casa misteriosa. Nada más. Sin embargo, nada menos: en 90 páginas, que no pueden leerse de corrido so pena de no apreciar las ironías, perplejidades, paradojas y aporías de la memoria del personaje, uno tiene la impresión fabulosa de sumergirse en un mundo legamoso y lacustre descrito a la perfección (si tal cosa es posible) y, sobre todo, en las variaciones anímicas y en las disquisiciones filosóficas del narrador, transcritas con impío detalle. 


Y después descubro, con tardío estupor, algo distinto: la luz. Puesto que sólo ahora salgo de una noche, apenas desfigurada por resinosas antorchas, he imaginado que esta claridad que envuelve el foso era un alba; pero no tardo en advertir que esta luz, inestable y a la vez inconsueta, una luz pobre pero ecua, no proviene del cielo, sino de una suerte de ciénaga boca abajo que cuelga por encima de esta desmesurada planicie de agua. No son nubes las que se ciernen sobre la ciénaga, sino una calidad para mí desconocida de cielo, si es cielo, una planicie irregular, como irregular es la ciénaga, colgada sobre mi cabeza. El tránsito del tiempo no escande los tiempos; como podré aprender más tarde, hay momentos nocturnos y momentos que llamaré diurnos, pero estos tiempos se alternan de manera discontinua, siguiendo leyes, si es que existen, que ignoro. Ahora veo esto, que el cielo, este cielo que cielo no es, ocupa todo el espacio por encima de mí, quizá se interponga entre la ciénaga y el cielo, un fingido telón de cielo que mantiene a raya un cielo ulterior, si existe. (Pág. 18)


Y lo reafirmo, toda la ciénaga, la ciénaga malsana, y la ciénaga de la condena, de los infiernos líquidos, la ciénaga cementerio y la ciénaga planeta extraño, luna exótica, todo se concluye aquí, en este lugar intrínseco, de una exhausta e imposible dulzura, pero también sin aire, sin sede, sin límite de roca, sólo barro, y en éste sumergirse descenderse, jamás precipitarse, hundirse, dejarse tragar. Pero, me pregunto, ¿qué habrá en el corazón de la ciénaga, habrá allí quizás un lugar central que gobierne el movimiento de las aguas, el deslizarse de las pozas y las metamorfosis de las dunas? ¿Existirá en el corazón íntimo de la ciénaga, bien abajo, donde estén las vísceras de la tierra putrefacta, existirá un corazón que lata, un corazón atroz al que no corresponda rostro alguno, mano alguna, genitales algunos, sino sólo esta sangre gris de agua legamosa? ¿O dará la casualidad de que exista una suerte de mente de la ciénaga -no se asemeja esta maraña a las irrigaciones del cerebro-, una mente retorcida y sentenciosa y punitiva y doliente que continuamente haga este espacio, la ciénaga? ¿Cuánto, me pregunto, cuánto hará falta descender para tocar ese centro en el cual la ciénaga se vuelva comprensible? O acaso ese centro no sea más que una fantasía de nuestras mentes pueriles, oh, sí, el centro existe, cómo podría no existir, pero la ciénaga no es otra cosa que la defensa, la protección, lo que hace inaccesible el centro que gobierna y explica. (Pág. 44)


Pero a fin de cuentas ¿no seré yo, justo yo, el tirano al que yo, precisamente yo, me propongo asesinar como conclusión de una larga vida de odio? ¿No encarnaré yo dos formas de odio, dos formas de desamor, esas por las que soy un tirano en virtud de mi odio genérico, abstracto, didascálico, docto, del veneno del que está hecha mi verde sangre, y, a la vez, como sicario, el odio específico, devoto, de coleccionista apasionado, meticuloso, paciente, especialista? Quizás en cuanto tirano y homicida del tirano pueda salir de las angustias de un monólogo riguroso, filológicamente exigente, y pueda transformar mi discurso, no ya en un coloquio amebeo, sino en una serie de monólogos paralelos; monólogos en los que se podría reconocer la fatigosa pero indudable fraternidad del odio, y por lo tanto también la subrepticia, cautivadora trama del amor. Así pues, ese papel que se me propone, que nerviosamente el apuntador me impone, es éste, que yo sea tirano, variante feroz, arcaica, vistosa del monarca. ¿Y será, pues, este papel el extremo, el conclusivo que me corresponderá en este terreno falaz por no pútrido, en esta recitación de compacidad térrea? (Págs. 72-73)


Uno tiene la impresión de que, como es obvio, el autor no sólo ha usado palabras para contar una historia, o unas memorias, o lo que sea, sino que las ha moldeado y reconstruido para adecuarlas a sus necesidades narrativo-filosóficas. Las combinaciones sujeto+adjetivo son siempre, o dan la apariencia de ser (ahí la técnica del escritor), necesarias y ajustadas, a veces ingeniosas e inesperadas. Hasta las enumeraciones, no escasas, que en otros autores no provocan sino hastío, aquí resultan adecuadas, como un clavo a su agujero. Estamos, como se puede colegir, ante un escritor que no solo tiene oficio, como suele decirse hasta del más basto tuerceteclas, que sabe contar, sino que es también un esteta, indudable poseedor de un sentido artístico al más alto nivel, que se ha enseñoreado de un vocabulario insólito.

Además, la novela, como su lenguaje, es exigente. Se requiere atención total: eliminen los ruidos ambientes, absténganse de comer o sorber o de tener descendencia; y acomódense, busquen un rincon, donde puedan leer sin interrupciones. La novela merece estos preparativos, este homenaje, ante este festín verbal. La sensación tras la lectura será la de haber asistido a algo grande, literariamente suntuoso. Nada tras la cual uno pueda pasar sin más a ver una serie de Netflix o quejarse del recibo de la luz. Da la impresión, como toda lectura excelente, como toda manifestación artística sobresaliente, de que hemos sido testigos y formado parte de algo importante.





2 comentarios:

  1. Gracias por la recomendación. No conocía este libro. Pero sí a Manganelli, de quien recomiendo su libro de relatos “Centuria”, para mi gusto, excelente.

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