miércoles, 20 de diciembre de 2017

Lo mejor y lo peor de 2017

Ya vamos llegando a las Navidades, una de las dos épocas del año más importantes para la venta de libros, según me aseguran personas bien informadas. No es de extrañar, pues, la eclosión de presentaciones de novelas, cuentos, poemarios y demás biblias en verso. Así que, aunque no soy muy proclive a hacer listas (fenómeno mediático-sociológico que en España, desde el advenimiento de nuestra singular modernidad, hemos importado del mundo anglosajón, tan minucioso en sus jerarquías) y para llevar un poco la contraria al pseudostablishment cultural que padecemos, me pareció que vendrían bien para hacer una especie de resumen de 2017. Además, por qué no, sirven para celebrar el aniversario de este blog, que tanta simpatía ha despertado en el mundillo literario local.

Con estos objetivos, tanto oponerme al buenismo hipócrita de cierta parte de la crítica como expandir las filias que suscita el blog, he compuesto varias listas, a modo de atajos heurísticos para lectores desprevenidos. He escrito una en la que constan las 11 peores novelas que he leído este año, otra de las 11 mejores, una tercera heteróclita y caprichosa de lecturas de no-ficción y, finalmente, un inventario de los reseñadores habituales de Canarias (si falta alguien que consideren necesario, me lo señalan, para la próxima vez). 

Qué puedo decir sino que estas listas reflejan mis gustos particulares, en mi posición de lector veterano, por un lado, y de reseñador que compra con su dinero cada libro que comenta, por otro. También es cierto que me he esforzado por argumentar en todas las reseñas de Polillas al anochecer por qué las obras me parecen mejores o peores, por qué unas me parecen dignas y otras, infames. Aun así, habrá quien diga que uno "no tiene derecho" a calificar las novelas, cuentos, artículos, reseñas y opiniones de otros como "tonterías", "insensateces", "malos", "flojos", etc., ya se diga que pagar la deuda nacional es un asunto moral, que la tierra es plana, que los equipos deportivos cohesionan a la población o que La otra vida de Ned Blackbird marca un antes y un después en la literatura mundial y parte del sistema solar. En todo caso, uno es responsable de sus juicios, positivos y negativos, y debe argumentarlos siempre, en la medida de su capacidad.

Allá vamos:

LAS 11 PEORES NOVELAS, por orden de espanto:

1) El sepulcro vacío, de Cecilia Domínguez Luis.
2) El conocimiento, de Jonathan Allen.
3) Evanescencia, de Manuel M. Almeida.
4) Gracias por el tiempo, de Santiago Gil.
5) La víspera de casi todo, de Víctor del Árbol.
6) El verano de los juguetes muertos, de Toni Hill.
7) La última homilía de Zacarías Martín, de Enrique Redondo Miranda.
8) Madrid: frontera, de David Llorente.
9) El canto de la raposa, de Rafael Alonso Solís.
10) Interregno, de Roberto A. Cabrera.
11) La otra vida de Ned Blackbird, de Alexis Ravelo.

Me remito a las entradas del blog en cada caso para justificar la decisión. Eso sí, las posiciones en muchos casos son intercambiables y han dependido generalmente de pequeños matices. No ha sido un ejercicio de memoria agradable, a decir verdad. Eso sí, el nº 1 me parece indiscutible. Asimismo, algún libro que no está podría echarse de menos, sin duda.

Ya que estamos, no puedo resistirme a comentar que, dado lo leído, parece difícil caer más bajo en lo que se publica en Canarias y en España. Todavía me resisto a creer que sean estas novelas lo único a lo que podamos aspirar, sobre todo en nuestra Comunidad, que es lo que me importa en primer lugar. Sin embargo, y más específicamente de las novelas de autores canarios, no encontrarán reseña o crítica negativa alguna, salvo la mía, lo que, en cierto modo, me sitúa en una posición única, digamos en una situación de soledad demasiado ruidosa. Es bastante posible, también, que lo bueno me lo haya perdido, por lo que desde esta página pido disculpas por esas magníficas novelas y colecciones de cuentos que, por razones que escapan al entendimiento, no han caído en mis manos.







LAS 11 MEJORES NOVELAS (o colección de relatos), por orden de gozo:

1) De ganados y hombres, de Ana Paula Maia.
2) El banquete celestial, de Donald Ray Pollock.
3) Tardía fama, de Arthur Schnitzler.
4) Casa de verano con piscina, de Herman Koch.
5) Embassytown, de China Mielville.
6) Noche es el día, de Peter Stamm.
7) El malogrado, de Thomas Bernhard.
8) Cazadores en la nieve, de Tobias Wolff
9) Diez de diciembrede George Saunders.
10) Cuentos, de Kjell Askildsen.
11) Anturios en el salón, de Juan R. Tramunt.

Aquí, todavía más que en la primera lista, el estado de ánimo, el humor, la capacidad memorística y el registro de sensaciones en el momento de escribirla han pesado de manera determinante. No seré yo quien discuta otras preferencias en el orden. Casi toda es literatura extranjera, no ya española-peninsular, siquiera. Como ya he señalado en otra entrada, es probable que la literatura foránea que nos llega venga ya mediada, filtrada, por el interés de las editoriales, el empeño de los traductores, su éxito y fama en otros países, etc., así que, por lo general y best-sellers aparte, parece lógico pensar que su calidad media sea mayor. Es una hipótesis de trabajo, no una certeza. En todo caso, Anturios en el salón (al igual que Entrelazamientos, de Luis Junco) demuestra que es posible crear buena literatura con aspiraciones estéticas e ideológicas en Canarias y que el talento no es siempre producto de importación. Ambos, Juan R. Tramunt y Luis Junco, son, además, discretos en cuanto a su exposición mediática y no tienen como actividad primordial cultivar fans. Más bien, sus novelas atraen lectores, lo que es un asunto conceptualmente muy diferente.





Aquí les adjunto otra lista, de regalo: excelentes libros que no son de ficción, y cuyo orden carece de importancia:

1) Nacimiento de la biopolítica, de Michel Foucault.
2) De la política a la razón de estado, de Maurizio Viroli.
3) El lugar de los poetas, de Luis Alegre Zahonero.
4) Para qué servimos los filósofos, de Carlos Fernández Liria.
5) Reforma o revolución, de Rosa Luxemburgo.
6) La democracia sentimental, de Manuel Arias Maldonado.
7) La desfachatez intelectual, de Ignacio Sánchez-Cuenca.
8) La República de las Letras, de Pascale Casanova.
9) Los mecanismos de la ficción, de James Wood.
10) Comprando tiempo, de Wolfgang Streeck
11) Capitalismo, de Geoffrey Ingham.




LOS RESEÑADORES

Aunque el catálogo no es muy amplio, hay varios reseñadores en Canarias que escriben con frecuencia, tanto en las páginas de los periódicos como en su propio espacio digital. ¿Los han leído alguna vez? ¿Podríamos decir que son influyentes en la esfera pública? ¿O, en algunos casos, sólo funcionan como repartidores de agasajos dentro del mundillo? 

1) Emilio González Déniz: Aún más que los comentarios sobre política y sociedad, sus notas de lectura en Bardinia son merecedoras de concienzudo olvido. Casi no escribe, en realidad, de las obras que menciona, salvo en términos lo bastante abstractos para no comprometerse demasiado con lo que parece que alaba, incluso con entusiasmo. Podría decirse que es un artista del eufemismo y que hablar de sí mismo es, probablemente, lo que más le interese. Uno termina de leer sus cosas con una sensación de hastío que no se corresponde con la brevedad de sus artículos. Aquí su blog, dependiente del periódico Canarias7.

2) Santiago Gil: Un auténtico seguro de ego para los novelistas de cuyas obras se ocupe. Se caracteriza por su empeño indomable en expresar una sensibilidad que roza en demasiados momentos la cursilería, en variado alarde de un maravillosismo digno de estudiarse como técnica literaria independiente. Sus reseñas/notas de lectura se publican también en el Canarias7, aunque alguna vez también en la página web del periódico. Aparte, tiene un espacio en el que escribe sus ocurrencias lírico-existenciales. Aquí.

3) Alexis Ravelo: Aunque abandonó su blog durante unos meses, probablemente ocupado por su ingente producción literaria y la promoción consiguiente (tarea esta última en la que se emplea a fondo), ha vuelto a retomarlo en los últimos tiempos, centrándose en reseñar novelas y colecciones de cuentos que le gusten (principio fundamental, y a veces único, en la labor de muchos reseñadores o aspirantes a reseñadores). No esperen sino buen rollo en sus comentarios y alguna protesta poco comprometedora sobre el mundo, los políticos, etc. Aquí.

4) Ibrahim Chamali: Reseñador oficial en los primeros tiempos de Dragaria, las notas de lectura que escribe expresan su afabilidad y su visión buenrollista de la literatura. Todo le "engancha desde el primer momento", y nunca "puede dejar de leer" lo que sea. Todos los escritores deberían amarlo, porque él los ama a todos. Maravillosismo en estado puro. 
Su blog no es de reseñas, sino de pequeños relatos. Pero, bueno, qué más da. Aquí.

5) Eduardo García Rojas: Salvo insólitos episodios de irascibilidad, que los tiene, este periodista suele ser bastante amable en sus reseñas, más tendente a apreciar lo positivo que lo negativo en lo que se le ponga por delante: tarea ardua en numerosas ocasiones, todo hay que decirlo, y a veces infundada. Es digno de elogio su rescate de novelas y películas olvidadas. Escribe en el Diario de Avisos y en su propio blog. Aquí.

6) Antonio Bordón: desde su época en La Provincia, Bordón juega en otra liga: tanto en la calidad de sus análisis o comentarios como en el objeto de estos: la literatura extranjera. Muchos hemos conocido mundos distantes sentados en casa gracias a él. Aquí su blog.



Felices fiestas, y a apechugar con lo que venga. 










miércoles, 13 de diciembre de 2017

'Diez de diciembre', de George Saunders

Aquí estamos de nuevo, cuando aún no se han apagado los ecos de mi última reseña y los tambores de guerra resuenan, amenazadores, a ambos lados del río de aguas turbulentas por el que navegamos. El río de la vida. El mundo perdido. La atlanticidad era esto.

Quizá no sea para tanto.

Por unos pocos días, por cierto, no ha coincidido la publicación de esta reseña con el título del libro, del conjunto de cuentos de un estadounidense con aspecto muy wasp. Es una pista, mejor dos, por si no se habían dado cuenta y pasado por el alto el encabezamiento. Me gusta pensar que los lectores son casi tan inteligentes como yo. En algunos raros momentos, incluso, que más. Así, si este blog resulta de su agrado, será que está escrito para gente con luces. De hecho, hay gente inteligente (y otra no tanto) que lee este blog, pero no lo reconoce. Eso es gracioso por sí mismo. De hecho, yo leo blogs, columnas de opinión y artículos de personas que no parecen demasiado inteligentes, y que, en ocasiones, sencillamente detesto (me refiero a lo que escriben). Algunos de estos reseñadores saldrán en el próximo post, el del resumen del año, una excusa no solo para volver a molestar, sino también para recomendar. El caso es que no oculto que los/las leo, a esos/as columnistas de tercera, aunque me disgusten en forma y fondo, y a veces incluso cuelgo sus cosas publicadas por ahí, ya sea por el mero efecto contraste.





Pues sí, la reseña de hoy es de Diez de diciembre, de George Saunders. Este conjunto de relatos se publicó en 2013, lo que resulta tremendamente importante para Vds. y para mí. Uno a veces olvida cómo llega a ciertos autores. Con Saunders, recuerdo con no demasiada claridad que una pequeña investigación respecto de Jonathan Franzen y de David Foster Wallace me llevó a un grupo de novelistas de EE.UU. que, al parecer, eran muy modernos hace poco. Saunders estaba entre ellos. He de reconocer, además, que lo que he leído tanto de Wallace como de Franzen me ha parecido sensacional. También me ha llegado hace poco otra colección de relatos de Tom Franklin. Correos aún existe.

Volviendo a lo nuestro, en los relatos que nos ocupan, destacaría, por empezar, la destreza en la elaboración de los monólogos interiores. Cómo conseguir que el habla coloquial resulte literariamente válida es una tarea en la que, por ejemplo, nuestros escritores/as locales suelen fracasar de  un modo para el que el adjetivo "estrepitoso" es demasiado sobrio. No es cuestión de transcribir el mero pensamiento repetitivo, las frases hechas o los lugares comunes que infestan la charla cotidiana; es reelaborar el material coloquial, el habla tantas veces fática, y hacerla encajar en una estructura tan planeada como es la novela o el cuento. Es literatura, es arte, no una grabadora de antropólogo herderiano. Hay mucho escrito y estudiado sobre el monólogo interior y la corriente del pensamiento, el estilo indirecto libre, etc., claro, pero la literatura es un Sísifo desmemoriado, y hay que volver a aprenderlo todo una y otra vez. Ya puestos a aprender, Diez de diciembre es un magnífico ejemplo para ello.


Pero, en lo referente a la idea del arcoíris, ella estaba convencida. La gente era increíble. Mamá era alucinante, Papá era alucinante, sus profesores trabajaban tanto y tenían, además, sus propios hijos, y algunos se estaban divorciando, como la Sra. Dees, pero, con todo, siempre sacaban tiempo para sus alumnos. Lo que le resultaba especialmente inspirador de la Sra. Dees era que, a pesar de que el Sr. Dees engañaba a la Sra. Dees con la encargada de la bolera, la Sra. Dees seguía impartiendo la mejor clase de Ética al plantear cuestiones como: "¿Puede el bien triunfar o, más bien, son las personas buenas la que siempre acaban puteadas, siendo el mal mucho más temerario?" Esa última parte parecía un golpe bajo que la Sra. Dees le lanzaba a la muchacha de la bolera. (...) (Págs 18-19)

Aquella vez, con los gatitos, Brianna y Jessi lo habían llamado asesino, lo que había alterado a Bo, y Jimmy les había gritado: "Mira, niños, yo me crié en un granja y uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!". Y después había llorado en la cama, contando cómo habían maullado los gatitos en la bolsa durante todo el trayecto hasta el estanque, y cómo había deseado no haber crecido en una granja, y ella casi había dicho: "Querrás decir cerca de una granja" (su padre había tenido un lavadero de coches a las afueras de Cortland), pero, a veces, cuando ella se pasaba de lista él le daba como un pellizco fuerte en el brazo y bailoteaba sin soltarla por la habitación, como si la tuviera sujeta por una especie de asa, y decía: "¿Qué dijistes? Creo que no te he oído bien" (Pág. 47)

Poco después estaba caminando por Teallback Road como una de esas personas que andan cada noche para estar delgadas, salvo que ella estaba muy lejos de estar delgada, lo sabía, y también sabía que cuando andabas para hacer deporte no te ponías vaqueros ni botas de montaña sin cordones. Ja ja. No era estúpida. Lo que pasaba es que tomaba malas decisiones. Se acordaba de Sor Lynette, cuando le decía: "Callie, lista eres, pero tiendes hacia aquello que no te beneficia". Sí, hermana, ahí lo has clavado, le dijo a la monja en su cabeza. Pero qué demonios. Qué carajo. Cuando las cosas se pusieran mejor, cuando tuviera más dinero, se compraría unas zapatillas decentes y saldría a andar y adelgazaría. Y se apuntaría a la escuela nocturna. Más delgada. Quizá tecnología médica. Nunca estaría realmente delgada. Pero a Jimmy le gustaba tal y como era. Y a ella le gustaba él tal y como era. Quizá era eso el amor: querer a alguien tal y como es y hacer cosas para ayudarle a ser aún mejor. (Pág. 54)

Ahora que le había dado una paliza a Donfrey, empezó a sentir hacia él cierto afecto. El bueno de Donfrey. Donfrey y él eran los dos pilares gemelos de la vida empresarial local. No conocía bien a Donfrey. Solo lo admiraba desde la distancia, de la misma forma que Donfrey lo admiraba a él desde la distancia. Hubo un día que todo el clan Donfrey entró en su tienda, Tiempos Pasados. La mujer de Donfrey estaba guapísima: piernas bonitas, cintura delgada, pelo largo. La mirabas y no podías desviar la mirada. Los hijos de Donfrey también habían sido estupendos; dos andróginos algo élficos debatían con calma sobre algo, ¿quizá sobre la historia del Tribunal Supremo? (Pág. 105)

Son al mismo tiempo, relatos sobre la mezquindad y la generosidad, el egoísmo y el altruismo de personajes, normalmente de clase media-baja o baja, a veces de capa caída, pero nunca abandonados del todo a su suerte. Siempre hay margen para la acción personal, a pesar de un mundo, de una sociedad inamovible e implacable. Quizá por eso ese asomo de libertad no sea más que una ilusión. Personajes que crecen a partir, normalmente, de sus propias palabras, de su pensamiento ovillado en torno a la cotidianidad, aun singular, ubicada en algunos relatos en un futuro cercano, con ribetes de cercana y tenebrosa ciencia ficción. Sí, no son cuentos de reinas o príncipes, ni versan sobre los problemas de autoestima de un ejecutivo con añoranza de fusta o de la imposibilidad del amor de una treintañera, etc.

Y los diálogos. Aquí, al igual que con los cuentos de Askildsen o de Wolff, por no salirme del marco de este blog, hay ejemplos con los que nuestros queridos/as autores/as podrían aprender algo, si quisieran. Si no estuvieran convencidos de que la naturalidad de estos grandes escritores pueden emularla con la suya propia. No se dan cuenta de que la primera está trabajada, pulida y machacada sobre el yunque de la autoexigencia ; la segunda, la suya, no es más que verborrea que emana como si nada y que suele confundirse con inspiración. "Hay que desconfiar de lo que se escribe fácil", leí algo así una vez: no son más que errores encadenados, añadiría yo.

Por poner un ejemplo:


Ma cantaba en la cocina. 
"Espero que al menos hayas sacado algo de panceta!", gritó Harris. "Un muchacho que vuelve a casa se merece comer panceta, joder". 
"¿Por qué te metes?", gritó Ma desde la cocina. "Acabas de conocerle". 
"Le quiero como si fuera mi hijo", dijo Harris. 
"¡Qué afirmación más ridícula", dijo Ma. "Odias a tu hijo". 
"Odio a mis dos hijos", dijo Harris. 
"Y odiarías a tu hija si alguna vez llegaras a conocerla", dijo Ma. 
Harris se sonrió, como si le conmoviera que Ma lo conociera lo bastante bien como para saber que sería inevitable que odiara a cualquier hijo que concibiera. (Pág. 189)

Como dice la nota previa del traductor, en estos cuentos "el lenguaje tiene la misma importancia que la trama o más". Como decíamos antes, el tono coloquial, los solecismos, la defectuosa conjugación de los verbos y las frases hechas son escogidos y creados por el autor para producir el efecto que buscaba. Lo que no es incompatible ni con el preciso manejo de la acción ni con la pertinencia de las descripciones. Cierto es, también, que cuando hablamos del estilo del autor, de la elección de las palabras y del ritmo de las frases, tendemos a olvidar al traductor, en este caso, Ben Clark. Debería ser obligatoria en todas las obras traducidas una introducción a cargo del traductor explicándonos los problemas que encaró y sus soluciones. Yo he disfrutado cuando he tenido la rara oportunidad de leerlas.

En fin, una obra artística de verdad que le reconcilia a uno (de nuevo) con la literatura, que ya está bien de obras mediocres y, lo peor, pretenciosas. Es posible, no obstante, que cuando selecciono obras extranjeras afine mucho más el tiro que con el producto local, que me aparece de sopetón y sin refinar en la prensa local y en las redes sociales, salvo alguna sugerencia personal (siempre bienvenida). No es un fácil equilibrio este entre lo local y lo internacional, entre la novedad y lo (más o menos) canonizado. Pero peor aún es la tensión que deben soportar unas cuantas lumbreras entre su rol de hombre/mujer de letras o de intelectual y la íntima comprensión de su mentecatez.











jueves, 7 de diciembre de 2017

'Evanescencia', de Manuel M. Almeida

Vuelvo con Vds. después de todo un mes, lo que para algunas personas puede haber supuesto un alivio. Otras, quizá, me hayan echado de menos, que de todo hay. Desde mi exilio reseñador he comprobado que el mundillo este de la literatura canaria sigue igual: avances de novelas que disuaden de comprarlas, entrevistas sin ningún interés a escritores/as, reseñas maravillosistas que alaban la técnica, pero omiten el estilo, en una especie de declaración de amor de circunstancias, etc... Que entiendo que el "yo hablo bien de ti para que tú luego hables bien de mí" siga siendo la norma, pero este reseñador, que se pone de lado del lector incauto, no participa de ese juego trucado, de esa mentira, de esa estafa disfrazada de literatura y de sublimidad artística.

Además, pronto será Navidad, y luego Reyes. Espero que, si me hacen caso, estas reseñas que vengo escribiendo desde hace ya un año les sirvan de guía para, al menos, no comprar ciertas cosas encuadernadas que se hacen pasar por necesarias, imprescindibles o fundamentales: nada de eso. En el ámbito canario, todavía no conozco a ningún/a reseñador/a que me resulte fiable en los medios de comunicación tradicionales o digitales. En el mundo bloguero hay de todo, así que busquen, comprueben y elijan. Por cierto, y quizá me repito, no sé quiénes son peores: los novelistas metidos a reseñadores (o a la inversa) o los periodistas culturales, tan amantes del buen rollo y del maravillosismo. No dicen una cosa sensata, pero tienen miles de seguidores en facebook o twitter que se apresuran a comentar cualquier chorrada. Vds. me lo explicarán otro día.

Bueno, ya que me he despachado con mis habituales fobias, comencemos con la novela que nos ocupa hoy:





Evanescencia es una novela distópica con un arco temporal de 22 días. Que pueden parecer pocos para una novela de este tipo, pero es que los acontecimientos se suceden a tanta velocidad que tampoco hay tiempo para más. Lo que ocurre es que, de repente, y sin ninguna explicación racional (ni irracional) comienzan a desaparecer objetos a escala planetaria. Primero de un tipo, luego de otro, después de otro más, etc., por lo que uno podría pensar que hay algún tipo de mente desordenadora o desaparecedora detrás de esta evanescencia. Lo siguiente es anarquía y barahúnda. La novela no ofrece ninguna explicación al respecto, ni qué o quién ni por qué. Quizá no haga falta.

La idea no es que me parezca especialmente atrevida u original. Hace poco vi una película (Al final de los sentidos) en la que la Humanidad progresivamente iba perdiendo los cinco sentidos. Bueno, no estaba mal del todo. Sin embargo, al igual que en esta novela, estos planteamientos apocalípticos en los que no hay espacio para la esperanza ni apenas para la redención se agotan pronto en su ejecución, salvo que sea un maestro el que lo escribe. Lo que no es el caso.

Y es que la novela del Sr. Almeida aburre, pero mucho, cada vez más, hasta que uno comienza a albergar la esperanza de que ella misma desaparezca de una vez para siempre. Podría haberla abandonado, en efecto, pero ya llevo unas cuantas inacabadas, y como he salido de un largo descanso, me pareció un deber terminarla. Deber penoso, por cierto. 

Pero, ¿por qué aburre tanto? Comencemos con las razones:

a) Personajes: hay dos personajes principales, Nerd (más tarde, también Flacucho), e Ideasfirmes. El porqué de esos nombres tan estúpidos es algo que se explica en la novela, pero no puedo evitar sentir grima ante, en mi opinión, unos nombres tan mal elegidos. Al final aparece un tercer personaje significativo, Eva, que nos soltará un rollo sobre la organización social en un mundo destruido bastante prescindible, por manido darwinismo. Vamos, el que soltaría un televidente medio con copas de más.

Volviendo a Nerd (que supongo que no será un trasunto del autor) e Ideasfirmes, resultan profundamente antipáticos en su despliegue novelesco. Ni son entrañables ni simpáticos ni inteligentes ni, en definitiva, podemos empatizar con ellos. Por su boca desfilan todos los lugares comunes posibles y no hay un átomo de gracia o sensibilidad en ellos, salvo en alguna rara excepción. Sin embargo, quizá al ser tan odiosos logran algo de corporeidad. No ocurre como en otras novelas que hemos comentado aquí cuyos protagonistas se limitan a ser palabras y un nombre. Aquí, al menos, los diferenciamos: todo un logro.

b) Diálogos. En línea con lo anterior, casi todos los diálogos se mantienen entre estos dos personajes (salvo al final, con Eva). Si digo que he leído diálogos peores, parecería un elogio, pero no lo es. Normalmente, aquí son o pedantes o vergonzosos. A veces, uno no siente nada, lo que, al fin y al cabo, está bastante bien:


-¿Tienes frío? -quise saber desde mi confortable montón de tejidos gruesos.
-No, estoy bien -respondió desde el suyo.
-¿Crees que esto va a parar o, como sospecha aquella mujer, estamos condenados al desamparo y la inanición?
-Ya no sé nada, me he vuelto una jodida sabia socrática -dijo en un tono irónico impregnado de tristeza-. Sinceramente creo que es una pesadilla de la que no vamos a despertar.
-¿Pero una pesadilla tuya, mía, de ambos o de toda la humanidad? -insistí, sólo por molestar.
-Las pesadillas son personales e intransferibles, Nerd, así que supongo que cada cual tendrá la suya.
-Es curioso, ¿tú qué sueñas estos días?
-No sé, casi ni duermo.
-Yo he llegado a soñar con Dios. ¿Te lo puedes creer? Jamás. Lo veo ahí, frente a mí, deshaciendo el mundo del mismo modo en que lo creó, pero le está costando más de siete días.
-Ahora me saldrás con eso de que, ante la dificultad, todos recurrimos a lo divino, rezongó desdeñosa.(...) (Pág. 60)

-¿Qué tal va la mañana? -me preguntó distraída Ideasfirmes, al tiempo que se esforzaba en abrir una lata de fruta en conserva.
-Mejor, ¿qué tal van tus subcomisiones?
-Bueno, ahí están, ¿y lo tuyo?
-Perfecto, creo que pronto tendremos listo el enésimo inventario, una vez desinventariado lo que se haya podrido en las últimas horas -dije, en un tono a caballo entre el tedio y la ironía.-Genial, nosotros seguimos teorizando y discutiendo erre que erre.
-¿Crees que tienen razón los optimistas y hemos tocado fondo?
-No sé, puede que no estemos más que en el ojo del huracán.
-Puede que sí y puede que no, para eso están ustedes, los intes -bromeé.
-¡Hombre, adivinos no somos!
-Ya, eso se trata en otra subsubsubcomisión, ¿no es cierto?
-No te recordaba tan gracioso.
-Di mejor que no me recordabas.
-Eso no puedo decirlo. Venga, comamos algo.(Págs 76-77)

-Estás muy callada, ¿no dices nada?, ¡hey!, ¡filósofa!, ¡fi-ló-so-fa; ¿tu lengua también se ha evanescido?, ¡fi...!
-Vale ya, imbécil -gruñó.
-Al menos has dicho algo.
-No estoy de humor, no dejo de darle vueltas a la cabeza.
-Yo tampoco paro de pensar, ¿pero de qué nos vale?, ¿aún sigues enfrascada en hipótesis y teorías?
-No, pienso en qué momento nos quedaremos sin sustento, sin agua o desnudos, sin mantas, sin hatillos, sin herramientas.
-Igual no pasa.
-¡Por favor, Nerd!
-Oye, que no hay nada escrito.
-¡Escrito, escrito!, podrías decir algo con cierto sentido -vomitó, visiblemente agitada.
-¡Vale, vamos a morir todos! -ironicé.
-Puede parecer una estupidez con la que está cayendo -soltó al fin-, pero no hago más que pensar en la desnudez, en el instante en que nos veamos despojados de nuestro atuendo.
-No sé, estoy obsesionada con eso, estar desnuda frente al mundo sería como estar indefensa ante él, sería perder lo poco que nos queda de dignidad, de intimidad, la más infame de las penitencias. Si llega el momento, agregó, volviendo su rostro hacia mí unos segundos, cúbreme con lo que sea, de lo contrario creo que perderé la poca cordura que aún pueda conservar.
-Dalo por hecho, prometí, resuelto. 
(...) (Pág. 101) 

No es solo la banalidad del contenido, es también esos verbos dicendi y de acompañamiento tras cada línea de diálogo: esos "ironicé", "vomitó", "bromeé", "preguntó, distraída", "rezongó, desdeñosa", etc., como si el autor intuyera que el diálogo por sí solo fuera insuficiente y considerara conveniente asegurarse de que no nos extraviáramos. Resulta irritante. Como si nos animaran a caminar a base de empellones.

c) Enumeraciones y listas.

Recuerdo haber sufrido algo similar con El canto de la raposa, pero Manuel M. Almeida lleva la manía de la enumeración hasta límites insospechados, confundiendo, quizá, florido vocabulario con verborrea exasperante, colmando, y de qué manera, la paciencia del lector:


¿Un robo? ¿Quién demonios iba a exponerse a una condena por hurto y allanamiento de morada para llevarse un Zippo o un cochambroso repertorio de fruslerías? Menuda bobada. Si lo tuviesen que condenar por algo, debería ser por idiota. Y si así fuera, ¿por qué no había rastro, camas deshechas, armarios revueltos, cajones trastocados? ¿cómo es que la cámara no lo detectaba? ¿Un profesional? ¿Animales? ¿Ratones, hormigas, cuervos, ardillas? (...) (Pág. 11)


No eran pocos los gabinetes de crisis que se habían puesto en marcha, integrado generalmente por mandos policiales y militares, especialistas en lucha antiterrorista, expertos en robos, psicólogos, sociólogos, científicos de diversas disciplinas -con destacada presencia de físicos teóricos, cuánticos, moleculares, de partículas, nucleares, cosmólogos, astrónomos- y responsables de la Administración. (Pág. 19)


A la espera de una declaración oficial que acabase con la incertidumbre y la anarquía, en los medios e Internet se continuaban manejando interpretaciones de lo más dispares. Científicos, filósofos, detectives, políticos, religiosos, líderes de esta o aquella secta, frikis, fabuladores, visionarios, videntes, gurús se enfrentaban a las cámaras o escribían en perfiladores sociales y blogs sus impresiones acerca de las causas y consecuencias de los desvanecimientos. La idea más extendida desde hacía días era la de que el Gobierno / los gobiernos / la ONU / la OTAN / la UE / la gran coalición judeomasónica / el Nuevo Orden Mundial nos ocultaba algo, pero en aquel momento no me apetecía perderme en especulaciones conspirativas. (...) (Págs. 20-21)

En el resto de páginas, las discusiones no eran menos ni menores, girando en torno a expresiones y términos como strangelet, frecuencia extremadamente baja, el caos, teorema de Bell, principio de incertidumbre, segunda ley de la termodinámica, antimateria, materia oscura, agujeros negros, teletransportación, falso vacío, Big Crunch, Big Bounce, Big Rip, metaestabilidad en el vacío, barrera del tiempo, efecto Dopler, discontinuo espacio-tiempo, Gran Colisionador de Hadrones, nanotecnología, biotecnología, relatividad general, mecánica cuántica, partículas, espines, átomos, protones, electrones, neutrones, bosones, mesones, hadrones, gluones, quarks, antiquarks, teoría de cuerdas, principio holográfico o realidad simulada. (Pág. 24)

Sin armamento, los soldados y oficiales quedaron reducidos a una suerte de boy scouts a merced de la turba. La batalla fue a puño desnudo, a diente, cuchillo y piedra, a bisturí, bate, palo, martillo, pico, pala, vidrio y sierra. (...) Un conato allí, una acometida allá, un encuentro abierto, una acción subrepticia. Policías contra bandas, vecinos contra comerciantes, cuadrillas contra predicadores, militares contra activistas, bandas contra vecinos, comerciantes contra cuadrillas, predicadores contra militares, activistas y vecinos contra policías, policías y militares contra comerciantes, bandas y cuadrillas contra activistas, predicadores contra predicadores. Y así un tótum revolútum de dantescas proporciones. (Pág. 29)

Y sólo estamos en la página 29. Imagínense que lo que queda: al menos 18 listas más (sí, las he contado), algunas de las cuales son aún más delirantes y extenuantes. Entiendo que la literatura no tiene que ser siempre fácil, que cualquier mecanismo narrativo o metanarrativo o deconstructivo o posmoderno es posible. Sin embargo, albergo la intuición de que el autor, quizá sin ser del todo consciente, suple con verborrea enumerativa lo que es su carencia a la hora de dotar a la novela de una estructura narrativa más sólida y más compleja. A él sólo se le ocurre, y no digo que esté mal, una estructura lineal en la que una voz, la de Nerd, nos relata lo que ocurre, y punto.

En mi opinión, en definitiva, una novela fallida, que parte coja por una idea endeble: podemos aceptar la inserción de elementos o sucesos fantásticos en un mundo, digamos, normal. Pero ese elemento fantástico debe estar dotado de cierta coherencia, de una adecuada interacción con lo real. Si no, asistimos a que la trama se desarrolle porque sí, y sin verosimilitud no hay novela distópica, sci-fi o rosa que se sostenga. Además, como hemos señalado, el personaje-narrador no es especialmente interesante y sí muy pesado, pesadísimo. Ideasfirmes no es que lo mejore, tampoco. Los diálogos entre ellos son, a veces, elucubraciones de barra de bar, pero con tintes pretenciosos, lo que los hace aún más detestables. Hay que señalar, por último, que la historia cobra algo más de interés en los últimos capítulos, pero no sé si es por las ganas que tenemos de que por fin acabe o porque el autor se ha esforzado un poco por cortar la maleza pseudoliteraria que nos pinchaba y envenenaba a cada paso. 

Digo lo de siempre: editoriales hay; editores/as, no; y esto es lo que ocurre.

Qué más les puedo decir. 



P.D. En esa línea reseñadora tan autóctona, aquí tenemos una amplia nota de lectura ("(...) desde el punto de vista literario, desde la creatividad, es magistral") y otra, aquí ("La novela de Manuel Almeida está escrita con un dominio de la técnica narrativa ciertamente admirable" o "La novela de Almeida no te deja tregua, se lee de un tirón y se asimila durante mucho tiempo"). Ya saben, lean la novela y comparen las reseñas. Si quieren, me lo cuentan.

P.D. (2) El 10 de diciembre he encontrado esta reseña.

P.D. (3) El 13 de diciembre, el autor, alborozado, publica en la revista que dirige otra reseña. ¡Viva!











martes, 31 de octubre de 2017

'El conocimiento', de Jonathan Allen

Conocen Vds. la fascinación que siento por las reseñas buenistas, por el maravillosismo canario, que si no fuera también tan español, estaría por asegurar que es un rasgo endémico de nuestro mundillo cultural, y que encaja bien con el conformismo político de la mayoría de la sociedad. Este blog está lleno de ellas, de referencias a reseñas buenrollistas, en un esfuerzo comparativo de lo que uno lee respecto de lo que uno piensa. Siempre puede aducirse, a veces con razón, la tremenda pluralidad del gusto, la irremisible variedad del pensamiento y de la creación, aunque en muchos casos lo que queda al descubierto es el amiguismo entre autores, la hipocresía (cuando no mentira) de los reseñadores y el engaño y la estafa que se perpetran en nombre de la Literatura y que tienen como víctima al lector potencial.

Así, en esta línea, en el suplemento cultural de La Provincia del pasado 28 de octubre, se publica lo que el lector desprevenido debería entender como una reseña de El conocimiento, novela de Jonathan Allen. En realidad, es la versión recortada del prólogo de esta. Es, por supuesto, cómo iba a ser de otra manera, un prólogo entusiasta hasta el empalago y glorificador hasta la extenuación, lleno de perlas como "barroquismo conceptista en la forma", "mirada caleidoscópica, interesante e inteligente", "multitud de historias, corales o individuales, que se acoplan a modo de caja china o matriuska rusa", "texto nada superficial que, envuelta en literatura, afronta un enigma universal" y demás topicazos vergonzosos. Dicho prólogo (y la reseña) viene firmada por la catedrática de Literatura Española por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Yolanda Arencibia, quien, por otro lado, y quizá como rasgo de humor califica al señor Allen de "joven autor" (nació en 1963, según nos informa la solapilla de la novela).

Así que, por lo que parece, alguien decidió que transcribir el prólogo de la novela El conocimiento en el suplemento cultural constituiría (eso sí, sin avisar al lector de su naturaleza), una reseña con todas las de la ley, además de un aldabonazo deontológico y, por qué no, de un nuevo pináculo moral. En definitiva, en nuestro ecosistema cultural, ¿qué diferencia hay? ¿Qué importa que se haga pasar por reseña el prólogo de la novela? ¿Qué importa, como en el caso de El tren delantero, que la autora de la reseña que se publica en el Canarias7 sea no sólo amiga del autor sino la correctora de la novela y no informe de ello al lector? ¿Qué demonios importa?

A título de curiosidad, además, en este jardín de senderos que se entrecruzan una y otra vez, Jonathan Allen ha perpetrado una reseña sobre El tren delantero y Emilio González Déniz, por su parte, amenaza con escribir algo sobre El conocimiento






Pues bien, El conocimiento es una novela insoportable, que no sé si repele más por la historia en sí: los manidos problemas existenciales de un muchacho de buena familia que no terminan nunca de importarnos demasiado; por la voz del narrador omnisciente que oscila entre la afectación, pasando por la impostación y acabando en el vulgarismo más desalentador; a ratos en un tono propio del realismo del siglo XIX, a ratos, en un arrebato de modernidad, en estilo indirecto libre; por los diálogos ridículos e inverosímiles, con asignación estrafalaria de voces a los personajes en una falta de correspondencia social clamorosa; o, finalmente, por el tono general de la novela, semejante, y me perdonarán la comparación, a la atmósfera de un cuarto cerrado, húmedo y sin ventilación.

Vayamos por partes:

El protagonista principal, un joven a punto de cumplir los 21 años, Andrés Nimaya, terriblemente angustiado porque un compañero de colegio, para insultarle, llamó sifilítico a su abuelo muerto, comienza a investigar la vida de éste y, como piedra que cae de una montaña arrastrando a otras, también la de su tío paterno y de quien se cruce por delante.  

La trama nos sorprende en un primer momento: cuando nada hacía presagiarlo, en respuesta a su primera pesquisa, la sífilis de su abuelo, resulta que la madre, doña Luisa, "le arreó una sonora bofetada" y "se marchó a su dormitorio hipando". Sin arredrarse por la hostia, Andrés pregunta otro día a su padre por el abuelo y su sífilis. Esta es la respuesta:

-Hijo mío, tú no has heredado ninguna enfermedad. Estás sano y eres fuerte. No pierdas el tiempo escuchando habladurías infundadas. Te diré con entera franqueza que no sé de qué murió mi suegro y si, en efecto, padecía esa enfermedad. Había fallecido cuando empecé a salir con tu madre, y mi suegra murió antes de casarnos. Jamás me ha interesado saberlo, ni he pedido, ni pediré explicaciones al respecto. Conoces bien mi teoría sobre los hechos redundantes. Continúa con tus estudios que van bien y no mires atrás. (pág. 20)


No sé Vds., pero no me parece muy natural esta forma que tiene un padre de dirigirse a un hijo. Se supone que es 1974 (según nos informan en la contraportada), pero nos sorprendería menos si hubiera sido en 1874. Además, eso de "teoría sobre los hechos redundantes" parece un farol, no diré filosófico, pero al menos de consejo sapiencial. En fin, no pasa nada, estamos empezando, pero marca el tono de lo que va a suceder. Así transcurre el siguiente diálogo, de nuevo, con la madre, que se ve que es de natural levantisca, y después de recibir de ella, otra vez, "una galleta memorable":


-Usted y padre son unos miserables con la memoria del abuelo. He tenido que pasar cuarenta horas leyendo en un museo para averiguar quién era y todo el bien que le hizo a Gran Canaria. Y no me lo han dicho ustedes, sobre todo, tú, su hija, sino un montón de artículos, obituarios y semblanzas, y que por supuesto no mencionan su indecorosa enfermedad, que parece ser lo único que les interesa a ustedes. 
-¿Por qué nos inquietas de esta manera con tu... tu majadería? Te has obsesionado, Andrés. Tu afán de saber la verdad, que no siempre es bueno, te hace destructivo. Eres mi hijo más dotado, el más inteligente, pero el menos humano a veces. ¡Qué distinto eres de tu hermana y de tu hermano! -replicó su madre bebiéndose las lágrimas. 
-¿Será porque mi hermana va camino de ser una pija tarada y que mi hermano es la bondad... y la cortedad, en persona? 
-¡Qué maldad, Dios mío! ¡Qué crueldad la de este hijo! -murmuró doña Luisa derrumbándose en un sillón. 
Furioso y contrariado, salió del salón, sin sentir la más mínima lástima por la patética figura que componía su madre. (pág. 23)

¿Serán los adjetivos, la elección de los sustantivos? ¿Por qué suena tan artificioso? Poco más adelante, Andrés interroga al quiosquero del barrio, por sorprendente que nos parezca. Se ve que en 1974, un quiosquero era mejor que un portero para conocer las intimidades ajenas y era el equivalente barrial a lo que suele denominarse "cronista oficial de la villa":


Se levantó temprano y a las siete ya estaba en la calle rumbo al quiosco de don Gerardo. Un pudor, que si analizado sería probablemente prejuicio burgués (él, que tanto criticaba esta clase), le había impedido preguntarle directamente al octogenario quiosquero acerca del abuelo. Hacía décadas que don Gerardo surtía de prensa española y extranjera a la ciudad. Conocía expertamente el devenir del barrio y como un artista consumado, podía encajar a ciegas cada una de las teselas de su historia (...). (pág. 27)

 Atención al lenguaje del quiosquero, por favor. Igual resulta que tengo prejuicios de clase:


"Antes, Andresito, pasaban cosas tremendas. la gente no era como lo es ahora, pulcra, bien formada, inteligente. Su manera de ser y proceder era errática, irracional, y la sociedad, ese gran contenedor, estaba  mal organizada. Los hombres se mataban por un insulto y le pegaban un tiro a sus esposas ante la más mínima sospecha de una infidelidad, abusaban de las sirvientas, desnudaban a sus hijos para castigarlos, encerraban a sus hijas y a veces les hacían cosas indecibles. Después, en lo relativo a Gran Canaria, el Estado había abandonado sus compromisos para con esta provincia, haciendo dejación de sus deberes. Ciertamente, el país no andaba bien, las crisis lo azotaban y la precariedad frustraba todas las buenas ideas, mas lo único que se podía hacer, velar por el cumplimiento de la justicia y la administración, tampoco se hacía." (pág. 28)

Llevamos sólo doce páginas y vemos a un muchacho que se obsesiona por la sífilis de su abuelo, a su madre que, cada vez que puede, le suelta hostias y habla como si estuviera en una representación de fin de curso, un padre con una teoría sobre los hechos redundantes y un quiosquero catedrático en Sociología. Además, como si no fuera suficiente, Andrés desprecia la mentalidad pequeño-burguesa, algo que Allen nos recuerda periódicamente por si se nos ocurre despistarnos. 

A continuación, el protagonista va a ver a su padrino, el doctor Lanza, que estudió con Tesla y, aparte de saber mucho de electricidad, está convencido de poder contactar con espíritus y entes de esa categoría. Además, experimenta con el muchacho, proporcionándole algo así como experiencias metafísicas vía descargas eléctricas. 


El millón de voltios no alumbró más revelaciones, le había dejado renacer una sola vez, ser el cosmos durante un milisegundo. Los protones lo devolvieron al mundo, a la isla, al barrio, a los átomos y partículas de las personas que configuraban lo conocido, la monotonía de lo archiconocido, hasta que durante una sesión a los quince años entró, sí, literalmente entró en el cuerpo de un vecino y se vio a sí mismo con sus ojos, con los ojos del otro. Fue probando cerebros. Según entraba en ellos, se fusionaba con sus procesos y se acoplaba a la pantalla mental que determinaba la individualidad de cada visión. Siendo básicamente idénticos, los cerebros se acercaban más o menos a las cosas, suprimían o no ciertos detalles, respondían gozosos o indiferentes a multitud de parámetros. Algunos hacían montañas de los más nimio, otros obviaban toda responsabilidad, y unos pocos les daban el tiempo justo y preciso a los asuntos. Lo que más le sorprendió es que apenas se reservaba veinte minutos para el pensamiento puro, ese devaneo abstracto que engrandece los mapas neuronales. 
-No pierdas el tiempo con estos caprichos -recuerda que le dijo el padrino -no seas un intruso, un curioso más. Busca siempre la trascendencia. (págs. 56-57)


El autor se complace en contarnos el primer amor de Andrés, Juanita, cómo los separaron con un pérfido plan, y el retorno inesperado de la muchacha. Entre medias, cada uno tiene nueva pareja, aunque él siente renovar su pasión y tal. Además, el protagonista experimenta sueños de gran contenido simbólico, o, al menos, deberían tenerlo, ya que el autor se empeña en contárnoslos. Por otro lado, la criada, ama de llaves o lo que sea, de la familia, es, al parecer, una arribista de cuidado. Esta mujer, Genoveva, tiene ocasión de contemplarlo desnudo y, claro, queda embelesada: 


Abrió y con gran cuidado se deslizó dentro. A punto estuvo de dar media vuelta y marcharse cuando vio a Andrés. Yacía desnudo sobre la cama. Sólo podía despertarlo si antes lo tapaba, si no, su iniciativa se tornaba descaro. Conteniendo la respiración agarró la punta de la manta caída al suelo y logró arroparlo sin hacer el menor ruido. No pudo evitar mirar, como si sus ojos la traicionaran, el cuerpo fuerte y viril del muchacho, sus piernas y sus brazos musculosos, sus costillas que marcaban la piel, la quijada y la frente cuadrada, y su sexo que haría feliz a cualquier mujer. Emociones, que creía pasadas, se removieron en su interior. No es que le gustara Andrés, al contrario, no le caía demasiado bien, por lo distante y altanero que se mostraba. Se trataba de otra cosa, de un revulsivo que perturbaba su soledad, ese celibato que se había impuesto para medrar más rápido. Con un hombre así, se podría alcanzar la satisfacción, y eso, aunque en nada material redundara, sin duda colmaba una parte de la vida. (pág. 99)

Las escenas de la novela se suceden porque sí. Una vez toca un sueño, otra vez un recuerdo, otra una reflexión filosófica o sociológica. A veces nos sorprende con una estampa costumbrista y en otras ocasiones con otra surrealista. ¿Motivo de asombro, ejemplo de maestría? No. Este conjunto heteróclito de escenas solo provoca confusión y aburrimiento extremos. El caso es que no hay personaje que no parezca engolado, antipático o, en el mejor de los casos, plano y sin interés, y la trama, debe de ser por el efecto matrioshka, se desarrolla, por decirlo así, a espasmos. Imagino que al final todo tendrá su razón de ser, pero no seré yo quien lo vea.


Pedro Ray se adelantó presentándole cuatro entradas a una señora mayor que estaba sentada sobre un taburete alto y que apoyaba los antebrazos sobre la tapa de un pupitre antiguo. Había perdido uno de sus ojos, mas el otro conservaba todo el fulgor de su iris azul claro. Iba tocada con una cofia extraña y embutida en un traje negro abotonado que ceñía su cuerpo esbelto. En su día, la dama tuvo que ser muy bella y conservaba todavía algunos rasgos de esa belleza. Viéndola, Andrés pensó inmediatamente en la Esfinge de Giza, porque la señora, con su tiesura hierática, sus brazos-pata en reposo, sus manos-garra uñosas y el singular tocado, bien podía ser la versión humana del esotérico animal. 
-Es como si su juventud y su frescor -pensó- se hubiesen marchitado sin remedio hace mucho tiempo y que desde entonces abrazar una vida de disciplina y abnegación hubiese sido su única salvación. (pág. 107)

Así es toda la novela, con sabor a antiguo, más bien a anacrónico y a anticuado. A moho. La novela El conocimiento pertenece a ese reducido grupo (pero en constante aumento) de obras fastidiosas e irritantes que conspiran para alejarme del placer de la lectura, para enviarme al destierro, al ostracismo de la Literatura. Así y todo, confieso que he llegado hasta la página 117, donde concluye el capítulo destinado a la visita de Andrés y sus amigos a una especie de museo de los horrores. Bien mirado, esto último podría ser una metáfora de la misma novela.




P.D. Para que lean otras opiniones distintas a la mía, aquí, y una entrevista de esas al autor, aquí.


P.D. (2) Después de la publicación de este post (30 de noviembre) nuestro apreciado Emilio González Déniz publicó el día 5 de diciembre en el periódico local Canarias7 su propia opinión al respecto.



martes, 24 de octubre de 2017

'Cazadores en la nieve', de Tobias Wolff

Son días mustios, sin duda, salvo en esos espacios de fantasía y realismo mágico que son las redacciones de los medios de comunicación. No hay nada como una buena catástrofe natural o una crisis independentista para animar el cotarro y sentirse periodista, aunque sea a tiempo parcial. La irresponsabilidad de los medios de comunicación y la de los políticos es pareja a su desenvoltura en crear problemas que después son incapaces de resolver. Por no hablar del/la columnista de a diario que igual nos sermonea sobre la obligación moral de pagar la deuda nacional como la necesidad de aplicar (o no) el artículo 155 en Cataluña o de lo mal que juega la U.D. Las Palmas. Son los columnistas hermeneutas de sí mismos. Transversalidad y polifacetismo, puede ser... O despreocupación y desvergüenza. Elijan Vds.
Por otro lado, el mundillo literario canario parece haberse calmado un poco, a la espera de la próxima presentación de la enésima nueva novela negra o del inminente inicio de otro festival de novela negra. Esa calma significa, en un mundo editorial ávido de presentarnos obras necesarias, la reedición (con nuevo prólogo) de obras antiguas y, a la par, la glorificación de algún autor difunto, como es el caso de Félix Francisco Casanova, al que periódicamente se nos presenta como el Rimbaud canario y cosas así, o también, en un plano más internacional, de Roberto Bolaño, que a tenor de la publicación de sus inéditos post-mortem va camino de convertirse en el autor más prolífico de la literatura en español durante mucho tiempo y parte del siguiente.

En fin, a la espera de nuevos blancos para la crítica, hoy toca Cazadores en la nieve, un libro actual de 1981, de Tobias Wolff.






Es un lugar ya común la subestimación de los cuentos. Paradójicamente, también, la sobrevaloración. Quizá el quid de la cuestión radique en la falta de necesidad de establecer un juicio sobre un género que sólo puede definirse por el número de páginas y en comparación con narraciones que tienen más: la novela. Sin necesidad de volver a poner por escrito una relación de escritores que hicieron del cuento apoteosis literarias, el prejuicio se revela como una cuestión personal que poco tiene que ver con su potencial calidad artística. Exactamente lo mismo que cuando suspiramos de pesadumbre al enfrentarnos a una novela de 600 páginas. La impaciencia por la brevedad del cuento o la angustia ante el mamotreto novelístico deberían desaparecer inmediatamente ante el placer que suscita y el conocimiento que se adquiere ante una obra bien escrita.

Pues bien, Cazadores en la nieve es un conjunto de relatos, y ese placer al que acabamos de aludir lo encontramos en varios, aun con errores de traducción o estilo que aparecen aquí y allá. Este tipo de cuentos viene bien para enseñar comedimiento a esos autores que confunden verborrea con contenido, profundidad con moralina e innovaciones con estupideces. También, cómo no, los diálogos. A todos estos autores/as que hemos venido criticando durante este último año les vendría bien leer a autores que sepan escribir diálogos verosímiles. Creo que es sencillo el método: lees buenos diálogos y luego piensas por qué parecen buenos. Por qué los personajes no parecen idiotas cuando hablan. Intentas imitar esas sensaciones que te producen: te fijas en las palabras, en el ritmo, en la extensión. También te fijas de qué hablan. Las pausas. Las cosas que se dejan sin decir, pero que se insinúan. Cuestión de estudio, esfuerzo y perseverancia. También, talento. A este respecto, Tobias Wolf aprueba: sabe escribir diálogos, sin duda. Se pone profundo a veces, pero no nos da un curso de filosofía de todo a un euro. En otras ocasiones, aflora el humor, y no nos produce vergüenza ajena, sino regocijo. Son características que no son específicas de Wolff, sino de cualquier cuentista o novelista de calidad.

(...) Tub se calentó las manos sobre la estufa mientras Frank entraba en la cocina para llamar por teléfono. El hombre que les había abierto la puerta se quedó de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos. 
-Mi amigo mató a su perro -dijo Tub. 
El hombre asintió sin moverse. 
-Debería haberlo hecho yo. Pero no fui capaz. 
-Quería tanto a ese perro -dijo la mujer. El niño se removió y ella lo meció. 
-¿Le pidió usted que lo hiciera? -preguntó Tub-. ¿Le pidió usted que matara al perro? 
-Era viejo y estaba enfermo. Ya no podía masticar la comida. Lo hubiera hecho yo mismo pero no tengo escopeta. 
-De todas maneras, no hubieras podido -dijo la mujer-. Ni en un millón de años. 
El hombre se encogió de hombros.

(De Cazadores en la nieve)


-¿Sabes? -dijo ella-. Tenía la sensación de que te vería esta noche, aquí o en la lectura de poemas. 
-No sabía que hubiera una -dijo Brooke-. ¿Quién es el poeta? 
-Francis X. Dillon. ¿Es amigo tuyo? 
-No. ¿Por qué me lo preguntas? 
-Bueno, como los dos sois escritores... 
-He oído hablar de él -dijo Brooke-. Por supuesto. 
La poesía de Dillon le gustaba mucho a sus alumnos más jóvenes y a su suegra. Brooke había cogido uno de sus libros en unos almacenes no hacía mucho, intrigado por la propaganda de la contraportada, en la que se afirmaba que el poeta había sido traducido a veintitrés idiomas, entre ellos el hindú. Mientras volvía las páginas Brooke se formó la imagen de un gurú en una celda oscura leyendo estos espantosos versos a la única luz de su propia aura mística. Ahora pensó que sería una lástima perder la oportunidad de ver a Dillon en persona.   
(De Un episodio en la vida del profesor Brooke).

Mi madre leía todo menos libros. Los anuncios de los autobuses, toda la carta del restaurante mientras comíamos, las vallas publicitarias; si no tenía tapas le interesaba. Así que cuando encontró en mi cajón una carta que no iba dirigida a ella, la leyó. "¿Qué más da si James no tiene nada que ocultar?" fue lo que pensó. Cuando terminó de leerla, metió la carta en el cajón y fue de una habitación a otra en la gran casa vacía, hablando sola. Volvió a sacar la carta y a leerla para entenderla bien. Luego, sin ponerse el abrigo y sin echar la llave a la puerta, bajó los escalones y se dirigió a la iglesia que había al final de la calle. Por muy enfadada o confusa que estuviera, siempre iba a misa de cuatro y ahora eran las cuatro.

(De El mentiroso)


La literatura se adapta a lo que cada uno es capaz de ofrecer como autor y también a lo que es capaz de leer como lector. Esa es su maravilla, pero, asimismo, es la coartada a quienes han decidido que su afición se vuelva pública sin que le acompañe nada más que la mera voluntad. Les confieso que en mi utopía particular el mundo está repleto de libreros sabios y de editores exigentes. Y de traductores que no escriban cosas como: "Por qué te casastes con ella?" o "A los niños les encanta Dickens y Sir Walter Scott". Los primeros aconsejarían bien y los segundos seleccionarían mejor. Respecto de los terceros, la práctica de la (buena traducción) no es ni más ni menos que una compleja labor intelectual que tampoco está al alcance de cualquiera. En todo caso, no creo que haya habido una época dorada en la que sólo se publicaran autores excelentes, ni otra en la que hubiera periodismo de verdad.

Abajo la nostalgia. Viva la esperanza.




 




















sábado, 14 de octubre de 2017

'Embassytown', de China Miéville

Una novela de ideas: este concepto suele exhibirse cuando el crítico no admira especialmente el estilo de escritura de una obra, pero quiere salvarla porque ha apalabrado una reseña positiva o si, por una rara circunstancia, escribe con sinceridad y está convencido de su valor cognitivo. Es decir: el aspecto más destacable de una novela de ideas reside en la tesis planteada o en sus hipótesis más que en el desafío que pudiera suponer un planteamiento original en la estructura o en la forma de escribir. Por ejemplo, se me ocurre, 1984, de George Orwell, que no destacaba por su estilo sino por la presentación de una distopía (que ni siquiera era original, recordemos Nosotros, de Yevgueni Zamiatin) que ha gozado de perdurabilidad, aun transmutada en reality shows

No es poco, y por sí sola, aunque el estilo sea pobre, la presentación de ideas de un modo no ensayístico sino mediante el recurso artístico de una novela (o cuento) puede justificar esta. Sin embargo, salta a la vista que un estilo brillante puede hacer más eficaz la presentación del mensaje y los objetivos que pretenda. Es esa fusión normalmente indistinguible de forma y contenido lo que hace que algunos sigamos leyendo novelas y no solo las instrucciones de Ikea o el BOE.

A este respecto, a veces pienso, quizá por mis limitadas lecturas, que en la literatura canaria hay mucha nostalgia y mucha angustia, mucho llanto y mucho rechinar de dientes, pero pocas ideas. Me da la impresión, y pido disculpas por mi ignorancia, que hace falta atrevimiento artístico (algo también extensible a la literatura española, en general), tanto en imaginación como en estilo. Hay, aquí y allá, muestras de pretenciosidad que se hacen pasar por originalidad (que en las grandes editoriales son convenientemente empaquetadas por los departamentos de marketing y en las pequeñas se manufacturan mediante entrevistas y cosas así). Lo que echo de menos, sin embargo, es talento e inconformismo. Casi que me basta el inconformismo. Además, en relación con lo anterior, tenemos vanidad a espuertas, sin mucho fundamento, eso sí, e inflada a base de premios concedidos por mentores, editores e instituciones públicas (lo que ya tiene delito). Es asombroso ver cómo la mayoría de los artistas se arrojan en brazos de las instituciones desde el momento en que se les brinda la oportunidad. Y no siempre pasaban hambre antes.

Una crítica, que aceptaría gustoso, es la de que podría aplicarme la prescripción de escribir con originalidad. Este blog, de hecho, podría no ser más que una muestra más de cómo arar por el mismo surco que otros han arado antes: despelleja a los cercanos, idolatra a los lejanos o, en versión más local, odia a tus enemigos y ama a tus amigos (salvo que te hagan competencia). Sin embargo, aun aceptando lo tradicional de mi estilo, podría señalar que mi crítica se extiende a todos/as por igual: mujeres y hombres, guapos y feas, calvos o con pelo, con gafas o sin ellas, de la camarilla de aquí o de la de allá, espíritus libres o enjaulados . No es culpa mía que se quieran ganar la vida escribiendo sus cosas o que tengan adicción a la lisonja. Que este blog sea original porque critica no habla muy bien de la crítica en Canarias. Además, los críticos más reconocidos (sí, los hay) se empeñan solo en hablar de lo que es "digno de ser conocido". Y así nos va, hundidos en la mierda hasta las orejas.

Pero hablemos de novelas:






Embassytown (Ciudad Embajada), de China Miéville, es una novela de ideas: de política y de lenguaje. Quizá la concepción de la política que maneja el autor, al menos en un primer momento, no me satisface. Me parece, metafóricamente hablando, la de una habitación cerrada en la que la gente importante cuchichea mientras el pueblo reunido aguarda sus decisiones, o no aguarda nada ni le importa. Más tarde, casi al final, se bosquejan posibilidades más interesantes para una sociedad (o convivencia entre sociedades) en reconstrucción. En cambio, sus reflexiones sobre el lenguaje y la comunicación suscitan bastante más interés.

La historia, en un primer momento, versa sobre la convivencia entre dos especies: la terráquea, o terrana, y la de los Ariekeis o Anfitriones, en el planeta de estos, en el borde del universo conocido. Ahí los terranos han construido su ciudad: Ciudad Embajada, una colonia del estado interestelar Bremen. La narración está a cargo de un personaje, Avice Benner Cho, por lo que los sucesos están tamizados por lo que conoce, por lo que averigua o por lo que le cotillean. A veces colaboracionista, a veces espía, a veces rebelde, de la mano de esta personaje asistimos al desarrollo de los acontecimientos de Ciudad Embajada.

La novela somete a examen el lenguaje, si puede utilizarse, aun de modo rudimentario, entre dos especies inteligentes y tecnológicamente avanzadas. Si es posible comunicarse a partir de formas de vida tan biológicamente ajenas que parecería un milagro que funcionara de forma efectiva. Esa (im)posibilidad de la comunicación apareció, sin ir más lejos, La voz del amo, la novela de Stanilaw Lem, reseñada hace unos meses en este blog. Esto es, la elaboración de hipótesis respecto de las repercusiones que podrían inferirse del encuentro entre inteligencias insondables por su lejanía evolutiva es algo que también puede detectarse en la obra de los hermanos Strugatsky o de Arthur C. Clarke, por ejemplo. 


La mente de los Anfitriones era inextricable de su doble lengua. No podían aprender otros idiomas, no podían concebir su existencia, ni que los ruidos que nos hacíamos unos a otros fueran palabras. Un Anfitrión no podía entender nada que no estuviera dicho en Idioma, por un hablante, con un propósito, con una mente detrás de las palabras.  Era por eso por lo que los pioneros LCA estaban tan desconcertados. Sus máquinas hablaban, y los Anfitriones solo oían ladridos sin sentido.

En este caso, se pone de relieve, de un modo que a mí me parece original (por favor, den un paso todos aquellos que quieran contradecirme citando referencias literarias), el uso del lenguaje, en este caso el Idioma (de los Ariekeis), de un modo exclusivamente referencial y en el que la mentira es imposible. Para añadir posibilidades al Idioma, se utiliza a algunos humanos como tropos. Por otro lado, el mismo Idioma, en bocas de unas parejas humanas denominadas Embajadores, puede provocar efectos embriagadores y desastrosos sobre los Anfitriones, lo que, a su vez, repercute de modo funesto en los humanos. Lo llamativo en este último caso es que no importa tanto el contenido como el mero sonido; y no importa tanto la comunicación como el control.

Es más, si apuramos el lado filosófico, podríamos remontarnos a Platón y a sus diatribas contra los sofistas y los doxóforos, por el uso retórico de la lengua, no encaminado a la deliberación sino a la manipulación del pueblo. En la novela, el contenido de la comunicación entre los Embajadores y los Ariekeis deviene en parloteo, en mera sucesión de palabras, de efectos, eso sí, tóxicos. ¿Nos suena también a los discursos de un Duce o un Führer? En cierto sentido, sí.

Asimismo, el colapso del sistema abre dos posibilidades: la anarquía, la anomia y la muerte, o la anarquía y la instauración de otra forma (quizá mejor) de regular las relaciones sociales y políticas, otra manera de gobernar las relaciones entre Ariekeis y humanos no basada en el simple intercambio económico y en el  poder, que, de algún modo, podría decirse que introdujeron la corrupción en las relaciones entre las especies. Además, claro está, de la razón de Estado.

Podría pensarse que la única manera de resolver los problemas entre interlocutores es hablar el mismo idioma, y con eso no me refiero solo a saber pronunciar los fonemas, articular palabras y dotarse de una gramática; no, hablo de ponerse en el lugar del otro. Hablo de comprender que el otro tiene motivaciones y razones que, aunque incomprensibles para nosotros, les mueven a actuar de un modo determinado. No es sólo tolerancia o empatía, es también respeto.

En cuanto al uso del lenguaje de la novela, hay que señalar que, sobre todo al principio, el uso de nomenclatura sci-fi puede desconcertar al lector no familiarizado con el género, no tanto porque se desconozcan los términos como por la técnica de creación de neologismos. Ya se sabe que una novela no es de ciencia ficción si no incorpora tres o cuatro palabros que solo se entiendan a medida que se avanza en la lectura.

Las naves, cuando todavía están en el manchmal -me refiero a las naves Terres; nunca he viajado a bordo de una nave exot de las que renuncian al ínmer y no sé nada de cómo se mueven-, son cajas pesadas llenas de gente y material. Cuando inmersan, cuando entran en el ínmer, donde las traducciones de sus torpes líneas tienen un propósito, y son gestalts de los que formamos parte, cada uno de nosotros es una función.



La estructura, que intercala capítulos de inmediatos flashbacks con la narración principal, consigue esta se vea sometida a una continua revisión por el lector, disociando así el punto de vista de la narradora de nuestra opinión particular sobre los sucesos que se van produciendo, sobre todo con respecto de los Anfitriones, el uso del Idioma y la emergencia del lenguaje.

Por otro lado, la historia, aun vista a través de los ojos de un solo personaje, está contada de una manera dinámica, casi vertiginosa, y se enriquece con la proliferación de numerosos personajes que entran y salen del campo visual y mental de Avice. Las vicisitudes de la ciudad y de sus moradores, la descripción de la forma de vida endémica, los ajustes para entender el Idioma (que bien pueden ser una metáfora de nuestras propias dificultades de comunicación entre culturas humanas) y la lucha por hacer frente al desastre están contadas, como mínimo, de modo eficaz. La trama, que se despliega de forma coherente y lógica, salvo en la discutible capacidad del último embajador de dar órdenes en Idioma, desemboca en un clímax bien armado.

En cambio, por señalar un defecto, diría que algunos de los personajes secundarios, producto quizá de ese mismo dinamismo, resultan un tanto borrosos, sin que, además aporten demasiado a la trama, salvo cierta funcionalidad no siempre imprescindible. Además, en cierto momento la lectura comienza a resultar fatigosa, por tantas idas y venidas de la narradora, pero el peligro se conjura pronto. 

Una novela, en definitiva, con lecturas a varios niveles, como hemos visto, atravesados por un relato casi trágico que las engarza de manera natural, sin tediosas disquisiciones sobre el cosmos, la existencia o la religión, por ejemplo, pero que ofrece una respuesta a interrogantes existencialista-lingüísticos y que suscita otros nuevos. 

Toda una novela de ideas, sin duda.





P.D. Al frente de la traducción está Gemma Rovira, la misma que se encargó de los Harry Potter. Salvo el uso de algún término que yo cambiaría, por razones de estilo, como "enlentecer", parece un buen trabajo, sobre todo por las dificultades que hay que afrontar para realizar una versión aceptable en nuestro idioma de una novela de estas características.