martes, 31 de octubre de 2017

'El conocimiento', de Jonathan Allen

Conocen Vds. la fascinación que siento por las reseñas buenistas, por el maravillosismo canario, que si no fuera también tan español, estaría por asegurar que es un rasgo endémico de nuestro mundillo cultural, y que encaja bien con el conformismo político de la mayoría de la sociedad. Este blog está lleno de ellas, de referencias a reseñas buenrollistas, en un esfuerzo comparativo de lo que uno lee respecto de lo que uno piensa. Siempre puede aducirse, a veces con razón, la tremenda pluralidad del gusto, la irremisible variedad del pensamiento y de la creación, aunque en muchos casos lo que queda al descubierto es el amiguismo entre autores, la hipocresía (cuando no mentira) de los reseñadores y el engaño y la estafa que se perpetran en nombre de la Literatura y que tienen como víctima al lector potencial.

Así, en esta línea, en el suplemento cultural de La Provincia del pasado 28 de octubre, se publica lo que el lector desprevenido debería entender como una reseña de El conocimiento, novela de Jonathan Allen. En realidad, es la versión recortada del prólogo de esta. Es, por supuesto, cómo iba a ser de otra manera, un prólogo entusiasta hasta el empalago y glorificador hasta la extenuación, lleno de perlas como "barroquismo conceptista en la forma", "mirada caleidoscópica, interesante e inteligente", "multitud de historias, corales o individuales, que se acoplan a modo de caja china o matriuska rusa", "texto nada superficial que, envuelta en literatura, afronta un enigma universal" y demás topicazos vergonzosos. Dicho prólogo (y la reseña) viene firmada por la catedrática de Literatura Española por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Yolanda Arencibia, quien, por otro lado, y quizá como rasgo de humor califica al señor Allen de "joven autor" (nació en 1963, según nos informa la solapilla de la novela).

Así que, por lo que parece, alguien decidió que transcribir el prólogo de la novela El conocimiento en el suplemento cultural constituiría (eso sí, sin avisar al lector de su naturaleza), una reseña con todas las de la ley, además de un aldabonazo deontológico y, por qué no, de un nuevo pináculo moral. En definitiva, en nuestro ecosistema cultural, ¿qué diferencia hay? ¿Qué importa que se haga pasar por reseña el prólogo de la novela? ¿Qué importa, como en el caso de El tren delantero, que la autora de la reseña que se publica en el Canarias7 sea no sólo amiga del autor sino la correctora de la novela y no informe de ello al lector? ¿Qué demonios importa?

A título de curiosidad, además, en este jardín de senderos que se entrecruzan una y otra vez, Jonathan Allen ha perpetrado una reseña sobre El tren delantero y Emilio González Déniz, por su parte, amenaza con escribir algo sobre El conocimiento






Pues bien, El conocimiento es una novela insoportable, que no sé si repele más por la historia en sí: los manidos problemas existenciales de un muchacho de buena familia que no terminan nunca de importarnos demasiado; por la voz del narrador omnisciente que oscila entre la afectación, pasando por la impostación y acabando en el vulgarismo más desalentador; a ratos en un tono propio del realismo del siglo XIX, a ratos, en un arrebato de modernidad, en estilo indirecto libre; por los diálogos ridículos e inverosímiles, con asignación estrafalaria de voces a los personajes en una falta de correspondencia social clamorosa; o, finalmente, por el tono general de la novela, semejante, y me perdonarán la comparación, a la atmósfera de un cuarto cerrado, húmedo y sin ventilación.

Vayamos por partes:

El protagonista principal, un joven a punto de cumplir los 21 años, Andrés Nimaya, terriblemente angustiado porque un compañero de colegio, para insultarle, llamó sifilítico a su abuelo muerto, comienza a investigar la vida de éste y, como piedra que cae de una montaña arrastrando a otras, también la de su tío paterno y de quien se cruce por delante.  

La trama nos sorprende en un primer momento: cuando nada hacía presagiarlo, en respuesta a su primera pesquisa, la sífilis de su abuelo, resulta que la madre, doña Luisa, "le arreó una sonora bofetada" y "se marchó a su dormitorio hipando". Sin arredrarse por la hostia, Andrés pregunta otro día a su padre por el abuelo y su sífilis. Esta es la respuesta:

-Hijo mío, tú no has heredado ninguna enfermedad. Estás sano y eres fuerte. No pierdas el tiempo escuchando habladurías infundadas. Te diré con entera franqueza que no sé de qué murió mi suegro y si, en efecto, padecía esa enfermedad. Había fallecido cuando empecé a salir con tu madre, y mi suegra murió antes de casarnos. Jamás me ha interesado saberlo, ni he pedido, ni pediré explicaciones al respecto. Conoces bien mi teoría sobre los hechos redundantes. Continúa con tus estudios que van bien y no mires atrás. (pág. 20)


No sé Vds., pero no me parece muy natural esta forma que tiene un padre de dirigirse a un hijo. Se supone que es 1974 (según nos informan en la contraportada), pero nos sorprendería menos si hubiera sido en 1874. Además, eso de "teoría sobre los hechos redundantes" parece un farol, no diré filosófico, pero al menos de consejo sapiencial. En fin, no pasa nada, estamos empezando, pero marca el tono de lo que va a suceder. Así transcurre el siguiente diálogo, de nuevo, con la madre, que se ve que es de natural levantisca, y después de recibir de ella, otra vez, "una galleta memorable":


-Usted y padre son unos miserables con la memoria del abuelo. He tenido que pasar cuarenta horas leyendo en un museo para averiguar quién era y todo el bien que le hizo a Gran Canaria. Y no me lo han dicho ustedes, sobre todo, tú, su hija, sino un montón de artículos, obituarios y semblanzas, y que por supuesto no mencionan su indecorosa enfermedad, que parece ser lo único que les interesa a ustedes. 
-¿Por qué nos inquietas de esta manera con tu... tu majadería? Te has obsesionado, Andrés. Tu afán de saber la verdad, que no siempre es bueno, te hace destructivo. Eres mi hijo más dotado, el más inteligente, pero el menos humano a veces. ¡Qué distinto eres de tu hermana y de tu hermano! -replicó su madre bebiéndose las lágrimas. 
-¿Será porque mi hermana va camino de ser una pija tarada y que mi hermano es la bondad... y la cortedad, en persona? 
-¡Qué maldad, Dios mío! ¡Qué crueldad la de este hijo! -murmuró doña Luisa derrumbándose en un sillón. 
Furioso y contrariado, salió del salón, sin sentir la más mínima lástima por la patética figura que componía su madre. (pág. 23)

¿Serán los adjetivos, la elección de los sustantivos? ¿Por qué suena tan artificioso? Poco más adelante, Andrés interroga al quiosquero del barrio, por sorprendente que nos parezca. Se ve que en 1974, un quiosquero era mejor que un portero para conocer las intimidades ajenas y era el equivalente barrial a lo que suele denominarse "cronista oficial de la villa":


Se levantó temprano y a las siete ya estaba en la calle rumbo al quiosco de don Gerardo. Un pudor, que si analizado sería probablemente prejuicio burgués (él, que tanto criticaba esta clase), le había impedido preguntarle directamente al octogenario quiosquero acerca del abuelo. Hacía décadas que don Gerardo surtía de prensa española y extranjera a la ciudad. Conocía expertamente el devenir del barrio y como un artista consumado, podía encajar a ciegas cada una de las teselas de su historia (...). (pág. 27)

 Atención al lenguaje del quiosquero, por favor. Igual resulta que tengo prejuicios de clase:


"Antes, Andresito, pasaban cosas tremendas. la gente no era como lo es ahora, pulcra, bien formada, inteligente. Su manera de ser y proceder era errática, irracional, y la sociedad, ese gran contenedor, estaba  mal organizada. Los hombres se mataban por un insulto y le pegaban un tiro a sus esposas ante la más mínima sospecha de una infidelidad, abusaban de las sirvientas, desnudaban a sus hijos para castigarlos, encerraban a sus hijas y a veces les hacían cosas indecibles. Después, en lo relativo a Gran Canaria, el Estado había abandonado sus compromisos para con esta provincia, haciendo dejación de sus deberes. Ciertamente, el país no andaba bien, las crisis lo azotaban y la precariedad frustraba todas las buenas ideas, mas lo único que se podía hacer, velar por el cumplimiento de la justicia y la administración, tampoco se hacía." (pág. 28)

Llevamos sólo doce páginas y vemos a un muchacho que se obsesiona por la sífilis de su abuelo, a su madre que, cada vez que puede, le suelta hostias y habla como si estuviera en una representación de fin de curso, un padre con una teoría sobre los hechos redundantes y un quiosquero catedrático en Sociología. Además, como si no fuera suficiente, Andrés desprecia la mentalidad pequeño-burguesa, algo que Allen nos recuerda periódicamente por si se nos ocurre despistarnos. 

A continuación, el protagonista va a ver a su padrino, el doctor Lanza, que estudió con Tesla y, aparte de saber mucho de electricidad, está convencido de poder contactar con espíritus y entes de esa categoría. Además, experimenta con el muchacho, proporcionándole algo así como experiencias metafísicas vía descargas eléctricas. 


El millón de voltios no alumbró más revelaciones, le había dejado renacer una sola vez, ser el cosmos durante un milisegundo. Los protones lo devolvieron al mundo, a la isla, al barrio, a los átomos y partículas de las personas que configuraban lo conocido, la monotonía de lo archiconocido, hasta que durante una sesión a los quince años entró, sí, literalmente entró en el cuerpo de un vecino y se vio a sí mismo con sus ojos, con los ojos del otro. Fue probando cerebros. Según entraba en ellos, se fusionaba con sus procesos y se acoplaba a la pantalla mental que determinaba la individualidad de cada visión. Siendo básicamente idénticos, los cerebros se acercaban más o menos a las cosas, suprimían o no ciertos detalles, respondían gozosos o indiferentes a multitud de parámetros. Algunos hacían montañas de los más nimio, otros obviaban toda responsabilidad, y unos pocos les daban el tiempo justo y preciso a los asuntos. Lo que más le sorprendió es que apenas se reservaba veinte minutos para el pensamiento puro, ese devaneo abstracto que engrandece los mapas neuronales. 
-No pierdas el tiempo con estos caprichos -recuerda que le dijo el padrino -no seas un intruso, un curioso más. Busca siempre la trascendencia. (págs. 56-57)


El autor se complace en contarnos el primer amor de Andrés, Juanita, cómo los separaron con un pérfido plan, y el retorno inesperado de la muchacha. Entre medias, cada uno tiene nueva pareja, aunque él siente renovar su pasión y tal. Además, el protagonista experimenta sueños de gran contenido simbólico, o, al menos, deberían tenerlo, ya que el autor se empeña en contárnoslos. Por otro lado, la criada, ama de llaves o lo que sea, de la familia, es, al parecer, una arribista de cuidado. Esta mujer, Genoveva, tiene ocasión de contemplarlo desnudo y, claro, queda embelesada: 


Abrió y con gran cuidado se deslizó dentro. A punto estuvo de dar media vuelta y marcharse cuando vio a Andrés. Yacía desnudo sobre la cama. Sólo podía despertarlo si antes lo tapaba, si no, su iniciativa se tornaba descaro. Conteniendo la respiración agarró la punta de la manta caída al suelo y logró arroparlo sin hacer el menor ruido. No pudo evitar mirar, como si sus ojos la traicionaran, el cuerpo fuerte y viril del muchacho, sus piernas y sus brazos musculosos, sus costillas que marcaban la piel, la quijada y la frente cuadrada, y su sexo que haría feliz a cualquier mujer. Emociones, que creía pasadas, se removieron en su interior. No es que le gustara Andrés, al contrario, no le caía demasiado bien, por lo distante y altanero que se mostraba. Se trataba de otra cosa, de un revulsivo que perturbaba su soledad, ese celibato que se había impuesto para medrar más rápido. Con un hombre así, se podría alcanzar la satisfacción, y eso, aunque en nada material redundara, sin duda colmaba una parte de la vida. (pág. 99)

Las escenas de la novela se suceden porque sí. Una vez toca un sueño, otra vez un recuerdo, otra una reflexión filosófica o sociológica. A veces nos sorprende con una estampa costumbrista y en otras ocasiones con otra surrealista. ¿Motivo de asombro, ejemplo de maestría? No. Este conjunto heteróclito de escenas solo provoca confusión y aburrimiento extremos. El caso es que no hay personaje que no parezca engolado, antipático o, en el mejor de los casos, plano y sin interés, y la trama, debe de ser por el efecto matrioshka, se desarrolla, por decirlo así, a espasmos. Imagino que al final todo tendrá su razón de ser, pero no seré yo quien lo vea.


Pedro Ray se adelantó presentándole cuatro entradas a una señora mayor que estaba sentada sobre un taburete alto y que apoyaba los antebrazos sobre la tapa de un pupitre antiguo. Había perdido uno de sus ojos, mas el otro conservaba todo el fulgor de su iris azul claro. Iba tocada con una cofia extraña y embutida en un traje negro abotonado que ceñía su cuerpo esbelto. En su día, la dama tuvo que ser muy bella y conservaba todavía algunos rasgos de esa belleza. Viéndola, Andrés pensó inmediatamente en la Esfinge de Giza, porque la señora, con su tiesura hierática, sus brazos-pata en reposo, sus manos-garra uñosas y el singular tocado, bien podía ser la versión humana del esotérico animal. 
-Es como si su juventud y su frescor -pensó- se hubiesen marchitado sin remedio hace mucho tiempo y que desde entonces abrazar una vida de disciplina y abnegación hubiese sido su única salvación. (pág. 107)

Así es toda la novela, con sabor a antiguo, más bien a anacrónico y a anticuado. A moho. La novela El conocimiento pertenece a ese reducido grupo (pero en constante aumento) de obras fastidiosas e irritantes que conspiran para alejarme del placer de la lectura, para enviarme al destierro, al ostracismo de la Literatura. Así y todo, confieso que he llegado hasta la página 117, donde concluye el capítulo destinado a la visita de Andrés y sus amigos a una especie de museo de los horrores. Bien mirado, esto último podría ser una metáfora de la misma novela.




P.D. Para que lean otras opiniones distintas a la mía, aquí, y una entrevista de esas al autor, aquí.


P.D. (2) Después de la publicación de este post (30 de noviembre) nuestro apreciado Emilio González Déniz publicó el día 5 de diciembre en el periódico local Canarias7 su propia opinión al respecto.



2 comentarios:

  1. Hace un tiempo leí El último mecenas y otros cuentos de creadores canarios (Editorial Idea) de este autor. En efecto, reconozco ese estilo que describes: afectado, impostado, entre pretencioso y fastidioso; pero bueno, es coherente en todo lo que escribe, es un estilo, o te haces o no te haces. Los cuentos no me desagradaron.
    En novela también leí, pero muy lejano y con poca atención, me temo, solo por la curiosidad de leerla, una novela cuyo nombre no consigo encontrar por ahí, entre realista y fantástica, con caballeros y fantasmas, situada, en parte en Betancuria. Tampoco me dio esa penosa impresión que te ha dado a ti esta. También he de decir que, como todo el mundo sabe, mi espíritu crítico es más espiritual que crítico. Saludos

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  2. Es posible que sufra yo de verdadera mala suerte y elija leer siempre el peor libro del autor en cuestión. Con 'La otra vida de Ned Blackbird', de Alexis Ravelo; con 'Gracias por el tiempo', de Santiago Gil; o con 'El sepulcro vacío', de Cecilia Domínguez Luis (en este último caso, por el género literario: la autora destaca, al parecer, en poesía) recibí comentarios parecidos. En todo caso, siempre animo a que lean precisamente esas obras que he criticado y después compartan sus impresiones conmigo. Normalmente, no me llega esa retroalimentación. Por otro lado, se me quitan, en el caso de Allen y los autores mencionados, las ganas de volver a leer algo suyo por lo terrible que me ha resultado su lectura. Además me he impuesto la norma de no reseñar a un autor más de una vez al año, sobre todo para que corra el aire.

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